Historia del Sector Agrícola en España

Historia del Sector Agrícola en España

Nota: Puede interesar la investigación sobre los sectores industriales clave españoles y su historia. Véase también la informacion relativa a la evolución de la industrialización en España.

Sector Agrícola en España

Prehistoria

En España, hasta la década de 1960, la agricultura ha sido la actividad económica más importante, el sector que mantenía y ocupaba a un mayor número de personas y la base sobre la cual se asentaban las demás iniciativas productivas y mercantiles y, en suma, todo el orden social. Hacer su historia es documentar las estructuras, los conflictos y los procesos demográficos y económico-sociales durante más de siete mil años. El origen de la agricultura en la Península Ibérica es una cuestión tan problemática como pueda serlo en cualquier otra región del planeta. En la actualidad la explicación del proceso que condujo al hombre, entre el Pleistoceno y Holoceno (unos diez mil años a.C.), a abandonar las actividades predatorias (caza, pesca y recolección) por la agricultura y el pastoreo es una síntesis de diferentes teorías propuestas durante el s. XX. Se acepta el concepto de revolución neolítica, propuesto por V. Gordon Childe en el periodo de entreguerras, sólo para señalar las decisivas consecuencias de esta transición, por otra parte realizada en plazos de tiempo muy largos y diversos y de forma compleja y multicausal. La importancia que en la teoría de Childe se daba a los cambios climáticos ha dado paso, desde 1960, a la valorización del factor cultural (Braidwood) y de la presión demográfica (Binford). El perfecto conocimiento por el hombre de los diferentes ecosistemas que le rodeaban parece indispensable (Braidwood) para llevar a cabo la “domesticación” de plantas y animales. Ésta comenzó (según Flannery) cuando el sistema de predación negativa, que salvaguardaba el equilibrio ecológico cerrado, alternaba con otra positiva en la que se favorecían los cambios en el ecosistema. La manipulación del entorno y de las plantas, a través de la selección de las especies y la amplificación de sus características, y la traslación de individuos botánicos a un ecosistema ajeno fueron los instrumentos de la diversificación que hizo posible la evolución hacia el cultivo. El acuerdo es más generalizado al situar las primeras plantaciones de ciertas gramíneas en el Próximo Oriente, entre Egipto y Siria, en el IX milenio y en Meso-américa en el VII milenio a.C.

El Mediterráneo oriental se convirtió de esta forma en un zona de gran desarrollo económico, que posibilitó la aparición de formas complejas en las estructuras sociales y políticas, como atestigua el avanzado urbanismo de establecimientos como Jericó (Palestina), con unos ocho mil habitantes en aquel momento. Desde Oriente la irradiación cultural se extendió por el área mediterránea con los lógicos desfases temporales y de intensidad. En la Península se ha documentado la práctica de la agricultura hacia el 4500 a.C., fecha media proporcionada por el método radiactivo carbono 14 para los restos de trigo y cebada encontrados en las cuevas de l’Or (Beniarrés, Alicante), con dataciones entre 4770 a 4560 a.C.; Sarsa y La Cocina (Valencia), El Toll (Barcelona), de 3860 a 3150 a.C.; los Murciélagos de Zuheros (Córdoba), de 4240 a 3980 a.C.; Bajoncillo y Nerja (Málaga), entre 5940 y 2860 a.C. La cronología de la primeras manifestaciones agrarias españolas coincide con la de los países del entorno, como Francia e Italia, aunque la parcialidad de los datos le otorga un carácter de provisionalidad hasta la realización de estudios sistemáticos en la totalidad del área. Las últimas investigaciones han reforzado la idea de que pudieran tener una mayor antigüedad, sobre todo tras la generalización de los estudios palinológicos (análisis del polen). Éstos, entre otras aportaciones, han constatado la importante deforestación producida desde los comienzos del Holoceno en la región atlántica, en la que no es operativa la explicación tradicional del cambio climático. Las formas de cebada encontrada en estos yacimientos son el Hordeum vulgare, el L. polystichum y el Hordeum vulgare var. nudum, evolucionadas desde la silvestre Hordeum spontaneum.

Las especies de trigo más comunes aparecidas son el Triticum monococcum (esprilla) y el Triticum dicoccum (escanda), ambas de grano vestido, y el Triticum aestivum (trigo común), de grano desnudo y más evolucionada. Todas ellas tuvieron su origen en Oriente Próximo y Asia Menor, donde el trigo y la cebada se cultivaban juntas para combatir enfermedades y asegurar las cosechas, costumbre que también pasó al área occidental. La fachada litoral mediterránea fue el primer lugar donde se impuso la importada economía neolítica y se ha documentado su penetración hacia el interior de forma más temprana e intensa de lo que se creía anteriormente. Las labores agrícolas eran realizadas con hachas pulimentadas (que dan nombre a este periodo) y hoces, construidas encajando láminas de sílex en piezas de madera, mientras que el grano era tratado en pequeños molinos de piedra. En el tercer milenio a.C. la economía agraria del sureste andaluz había alcanzado desarrollo suficiente para mantener una población superior a los dos mil habitantes en el poblado de Los Millares (Almería), cuyas grandes tumbas megalí-ticas presuponen la existencia de una estructura social notablemente evolucionada. La importación de los metales supuso un cambio cualitativo en la diversificación y la especialización de la tecnología. La primera obra de regadío documentada es la del Cerro de la Virgen (Galera, Granada), yacimiento incluido dentro del área de influencia de la cultura almeriense del Argar (Bronce pleno, h. 1700 a.C.).

El trigo y la cebada eran los cultivos mayoritarios, alternados con el lino, judías y algarrobas, que ayudaban a mantener fértil la tierra. El aprovechamiento diversificado de los productos secundarios de los animales, usados más por su fuerza de tracción, movilidad, estiércol, piel y leche que por su carne (según el concepto de policultivo ganadero de R. Harrison) permitió una cierta intensificación de la actividad agraria. La recolección de frutos silvestres era todavía una actividad fundamental y desde el 3000 a.C. las aceitunas y uvas espontáneas y las bellotas formaban parte importante de la dieta. En el Bronce final el uso de hachas y arados de este metal estaba ampliamente extendido, lo que permitió triplicar el ritmo de deforestación y roturación de nuevas tierras. Las invasiones de pueblos indoeuropeos hacia el s. IX a.C. (cultura de Hallstatt) aportaron la fabricación de aperos con hierro, metal mucho más resistente para las duras faenas del campo y significaron la intensificación del poblamiento y de la explotación agrícola en las zonas del interior y el norte peninsular. Se ha documentado la generalización de poblados agrícolas en las cuencas de los ríos de la Meseta desde el 1100 a.C., paralelamente al abandono de los refugios rocosos y las plazas fortificadas en lugares altos. Las casas disponían de grandes silos ovalados, levantados con piedras, que podían llegar a contener hasta dos toneladas de grano cada uno, alimento suficiente para cuatro adultos durante dos años, según Harrison.

Este mismo autor ha interpretado la evolución de la cerámica hacia formas más abiertas como un cambio en los hábitos alimenticios, que incluirían un mayor consumo de carne asada y de tortas de cereal en vez de gachas de avena. En estas tierras de secano eran ineficaces los pequeños instrumentos como la azada, necesarios en el regadío, por lo que pueden relacionarse las roturaciones con el empleo de animales de tiro, sobre todo bueyes y caballos. Estos últimos se debieron reintroducir en aquel momento, pues habían desaparecido de la Península desde finales del Cuaternario. La segunda oleada de migraciones célticas y la evolución de los pueblos asentados anteriormente, durante el s. IV a.C. (Hierro II), intensificaron la sedentarización y la economía agrícola, aunque algunos grupos se especializaron en la ganadería (vacas, ovejas, cerdos y caballos) o mantenían una fuerte dependencia de la caza y la recolección (en el norte). La propiedad de la tierra era colectiva y el laboreo se hacía, en su mayor parte, de forma comunitaria con alternancia de usos agrícolas y ganaderos. Conforme se avanzaba hacia el E. y S. la agricultura estaba más desarrollada y eran mayores la urbanización y la jerarquización social, basada en la desigualdad de propiedad y trabajo (v. Iberos). En el Levante y área meridional habían sido introducidos desde el 500 a.C. nuevos cultivos procedentes del Mediterráneo oriental, sobre todo la vid y el olivo, que junto al trigo (la llamada trilogía mediterránea) constituyeron la base de la alimentación de los habitantes de la Península hasta la Edad Contemporánea.

No han sido encontrados restos identificables de prensas de aceite o lagares de uva, aunque la confección de finas ánforas de arcilla para la conservación y el transporte de esos productos se inició hacia el 550 a.C. En Huelva se han hecho estudios palinológicos que constatan la existencia desde el 600 a.C. de olivo europeo (Olea europaea), especie originaria de Asia Menor traída a través de África por los fenicios. Éstos enseñaron a la población autóctona la técnica de injerto sobre el acebuche espontáneo que se criaba en la Península desde el segundo milenio a.C. y que según un discípulo de Aristófanes era tan abundante en la fenicia (Cádiz) que se la llamaba “isla del acebu-che” (una de las necrópolis fenicias más importantes de España, junto a Carmona, se llama El Acebuchal). El navegante cartaginés Hannón cita en su Periplo (450 a.C.) la abundante presencia de viñas en Tortosa (Tarragona). Otros cultivos eran el mijo, lino y algunas leguminosas como las judías y algarrobas. En aquellos años se comenzó la plantación de árboles frutales (granados, higueras y palmeras), como atestiguan las herramientas para poda, injerto y cava de hoyos. Los útiles de labranza eran fabricados con hierro forjado y de ellos se conservan series muy completas proporcionadas por algunos yacimientos, sobre todo el valenciano de La Bastida de les Alcuses (h. 300 a.C.), excavado por Pía Ballester.

El de consecuencias más transcendentales era el arado, que constaba de un timón largo en una misma pieza con la cama curva, largo dental bien destacado terminado por delante en punta, esteva vertical y reja, según una tipología presente también en Italia y Grecia. Se utilizaban asimismo paletas para desprender los terrones de tierra de las rejas de los arados, layas (pequeña pala para hacer hoyos profundos en tierras duras), garfios para arrancar las malas hierbas, azadones y azadas pequeñas para terrenos blandos, legones (azadas anchas), hoces, guadañas, cucharas para sembrar, podaderas, cuchillos curvos, hachas y azuelas para cortar madera. La presencia de una tecnología tan avanzada y especializada en el litoral SE., frente al tardío uso de la piedra en zonas del interior, debe relacionarse con la existencia de colonias fundadas desde mediados de aquel milenio por fenicios, griegos y cartagineses. Estas ciudades organizaban todo el territorio circundante comerciando con los reyes de los diferentes pueblos indígenas y, desde ellas, se extendieron los nuevos cultivos y técnicas que hicieron posible la producción a gran escala para la exportación hacia las metrópolis orientales de aceite y vino, además de lana, tintes, sal y garum (salazón de pescado). El geógrafo griego Estrabón (s. I a.C.) cita con admiración los canales de Tartesos (v.), seguramente de época cartaginesa. Durante el dominio púnico de los Barca (s. III a.C.) se debió de introducir una sencilla máquina de trillar denominada plostellum punicum, usada posteriormente en la provincia romana Citerior.

Hispania romana
La conquista militar romana, desde el 218 a.C., inició un proceso más a largo plazo de aculturación y de inclusión de la Península en los circuitos económicos y comerciales del Mediterráneo. La transformación de la tradición agraria anterior no supuso su desaparición sino más bien su potenciación cuantitativa y cualitativa, además de que muchas de las tradiciones ibéricas se mantuvieron por lo menos hasta el s. I d.C. De este siglo se conservan los testimonios literarios de varios historiadores, que deben ser completados con la investigación arqueológica para conseguir toda la información posible sobre este problemático momento de transición. Plinio el Mayor describe en su Naturalis Historia las diferentes clases de viñas de la Península, entre las que destacan la llamada por los hispanos coccolobis, que era la más utilizada, la negra o siríaca y la hispana. Las cepas se plantaban en suelos encharcados y estaban sueltas y sin apoyar en palos, según Varrón, aunque Plinio afirma que las parras se levantaban con pértigas, cañas y cuerdas.

El vino recibía el nombre de bacca (Varrón) y los más famosos eran los de las zonas costeras de Barcelona, Tarragona y Valencia y las Baleares. Del pino silvestre se extraía la resina (bruttia) con la que se enlucían los recipientes para almacenar el vino. Plinio cita la existencia de unas raras uvas, cultivadas cerca de Mérida, que una vez secas eran más dulces que las uvas pasas. Con los cereales se preparaban varias clases de cerveza, como la caelia consumida por los celtas (similar a la zythum egipcia), la cerea propiamente hispánica y la cervisia originaria de la Galia. El aceite se producía en la provincia Bética (Andalucía) en gran cantidad y con una calidad superior al italiano. Muy extendido estaba el ricino, cuyos efectos medicinales eran ampliamente conocidos. En la Bética se comenzó a injertar ciruelo en manzano, de lo que resultaba un producto llamado malina (de malus, manzana) y en almendro, de lo que se obtenía la amygdalina. Las almendras (amygdalae) aparecen ya en las tumbas de la necrópolis de Baza (Granada) del s. IV a.C. Recibían el nombre del lugar de origen las peras, como la numantina (de la ciudad celtibérica hoy en la provincia de Soria) y los higos, como los sacontinos (de Sa-gunto, Valencia) y, sobre todo, los de Ibiza, muy apreciados en Roma. Pompeyo Flaco introdujo en Hispania el alfóncigo, árbol de almendra muy dulce denominada pistacium (pistacho). Otros frutos que cita son la castaña salariana (junto a Cartagena) y la cereza lusitana (del actual Portugal). La bellota constituía todavía un componente fundamental de la dieta de una gran parte de la población hispana, especialmente para las tribus del N. y el NO. peninsular (Estrabón). De ella se sacaba una harina con la que se elaboraba un pan de larga conservación, indispensable en los años de malas cosechas de trigo y también se cocinaba tostada entre ceniza como postre dulce.

El trigo de la Bética (con rendimientos de cien granos por uno sembrado) se caracterizaba, respecto al de la Galia y Crimea, por pesar una libra entera más por modium (medida de capacidad para granos que equivale a 8,754 1). El trigo de las Baleares daba por modium 35 libras romanas (327 gr) de pan, más ligero por el uso de una levadura decantada. En la Celtiberia (amplia zona de la Meseta y valle del Ebro) se recogían dos cosechas de cebada cada año, aunque el mayor rendimiento era el conseguido en Cartagena. Con una especie característica llamada glabrum se preparaba la tisana. El grano se almacenaba en silos donde, según Varrón, se podía conservar el trigo cincuenta años y el mijo cien. De éstos se han hallado abundantes ejemplos en las excavaciones, en las que se ha documentado un tipo común con forma de tinaja. La criba se realizaba con cedazos y tamices de lino.

Las plantas textiles se exportaban hacia todas las regiones del Imperio, como también atestigua Pomponio Mela en su Choro-graphia. La más apreciada era el lino de Játiva, seguido del tarraconense y del zoelico, éste producido por una tribu asturiana y utilizado para la confección de redes de caza. El esparto se producía en el sureste, desde la hoya de Baza hasta Cartagena, conocida por Carthago spartaria hasta la dominación bizantina (en época de Plinio tenía una superficie dedicada a su cultivo de treinta mil pasos de latitud por cien mil de longitud). Los campesinos lo utilizaban para confeccionar sus cuerdas, capachos, lechos, antorchas y calzados y los pastores para sus vestidos. Estas dos fibras se trabajaban de forma similar: mojado, atado, secado, introducción en un horno, tascado, cardado, hilado y tejido. Otras plantas proporcionaban los materiales necesarios para el teñido de las telas. En regadío se recogían alcachofas (Cartagena y Córdoba), cebollas (diferenciados los tipos de Ibiza, Baleares e Hispania), comino de la Carpetania (parte central de la Meseta), berzas (la tritana era la más trabajosa y cara) y lechugas (Columela cita la Lactuca tartessis cultivada en la zona de Cádiz). La floricultura se centraba en las rosas tempranas de Cartagena y en las especies de uso medicinal. Los historiadores romanos señalaron la diferencia entre el fértil litoral E. y S. y el interior de tierras pobres y áridas atravesado por las cuencas de los grandes ríos (Ebro, Duero, Tajo), que eran las zonas de máximos rendimientos. De Cicerón (De re publica) proviene el dato de la legislación promulgada por el senado romano para proteger la producción vinícola y olivarera itálica contra la competencia exterior.

Según Rostovtzeff, la primera prohibición no se cumplió en Hispania pero la segunda estuvo vigente hasta el s. III d.C., algo que muchos autores consideran improbable. En Cádiz nació Junio Columela (s. I d.C.), autor de Sobre la agricultura, tratado de agronomía en doce tomos que tuvo gran repercusión en su momento y transcendencia posterior. El agrarismo de Catón o Cicerón en Roma tenía su correspondiente hispano en el poeta Marcial (s. I d.C.), que en sus Epigramas escribe: “De mí ha hecho un campesino mi Bilbilis [junto a Calatayud]… Aquí, en manos de la pereza, en agradable trabajo cultivamos Boterdo y Platea…disfruto de un sueño profundo y obstinado, que a menudo ni la hora tercera logra interrumpir, y me repongo así de tanto como he velado durante treinta años”. Las mayores consecuencias de la romanización fueron de ámbito jurídico-institucional, por cuanto provocó (según A. García Sanz y J. Sanz Fernández) “una transformación profunda del sistema de la propiedad de la tierra sobre la base de la definición y fomento de los derechos de propiedad privada, municipal y estatal”. Desde la conquista se llevó a cabo una política de colonización, a través del establecimiento de los indígenas en nuevos territorios y la fundación de nuevos municipios y colonias para los ítalos y veteranos de las legiones, más de ochenta mil durante el reinado de Augusto. Los gobernadores procedieron al reparto de tierras (Emilio Paulo en el 189 y Sempronio Graco en el 179 a.C.) y reservaron la propiedad de parte del territorio al Estado y los municipios.

Con ello se terminaba con la propiedad comunal de raíz indoeuropea dominante entre las tribus celtibéricas como los vacceos, cuya organización colectivista está atestiguada por un texto de Diodoro. Estas medidas debieron tener poca repercusión en los pueblos escasamente romanizados del norte, mientras que en el sur impulsaron la tendencia hacia la jerarquización económico-social definida con anterioridad al 218 a.C. En muchas ocasiones los pueblos establecidos en zonas de montaña y de economía de subsistencia y ganadera realizaban incursiones militares hacia el sur desarrollado o los valles fértiles, en las que obtenían cuantiosos botines y provisiones para el invierno. Ésta fue una de las causas que provocaron el inicio de las largas guerras contra lusitanos y cántabros, durante la República y el Imperio respectivamente. Las guerras civiles desarrolladas en la Península otorgaron un valor estratégico añadido a las cosechas y las zonas productoras y tanto Sertorio como Pompeyo o Julio César se aseguraron el suministro de sus tropas a través de acuerdos con los jefes de las diferentes tribus indígenas.

Durante los ss. I-II de nuestra Era tuvo lugar el apogeo de la agricultura en la Hispania romana, favorecido por la estabilidad que caracteriza a la mayor parte del Imperio en este periodo y el fin de las guerras y bandidaje. La coyuntura expansiva se apoyaba sobre las dos tendencias predominantes y paralelas de la substitución de los cultivos mixtos por el monocultivo del cereal y olivo y la concentración de la propiedad en unas pocas familias. Esta última se realizó en detrimento de la propiedad indígena y municipal y dio lugar a grandes explotaciones que en algunos casos utilizaban mano de obra esclava. Sin embargo, no se conocen fincas de dimensiones tan considerables como las del norte de África (las mayores propuestas por R. Etienne para la Bética no superan las 2.500 ha) y los colonos libres eran la gran mayoría, sobre todo a partir del reinado de Marco Aurelio (161–180 d.C.). Desde la época de Augusto y durante la dinastía julio-claudia (del 31 a.C. al 68 d.C.) fue continuo el aumento de la exportaciones hispanas hacia Roma a través de los puertos de Ostia y Puteoli. En menor medida que Egipto y el norte de África, la Citerior y la Betica se convirtieron en provincias frumentarii de la capital imperial, es decir, en proveedoras de los productos agrícolas necesarios para su supervivencia. Por orden de importancia los productos primarios exportados eran aceite, cereal y vinos de alta y baja calidad, transportados a todas las regiones del Imperio por los navicularios (nauicularii), corporaciones de navieros que arrendaban al Estado el transporte de alimentos básicos a Roma. Han sido halladas ánforas que contenían aceite de la Tur-detania (Bajo Guadalquivir) en una multitud de lugares situados en las actuales naciones de Marruecos, Túnez, Mauritania, Italia, Francia, Alemania, Inglaterra, Suiza, Holanda y Bélgica.

Este comercio enriqueció en la Península a ciertas familias, que llegaron a ocupar los más importantes cargos en la administración local y provincial y que generalmente acabaron por establecerse en Roma. Una de ellas fue la Aelia (v.), a la que pertenecían los emperadores Trajano y Adriano, originaria de Itálica (Sevilla) y que emigró a Roma durante la dinastía de los Antoninos (138–217 d.C.). El momento de máxima exportación y producción de aceite bético se sitúa entre 140 y 160 d.C., tras lo cual disminuyó notablemente hasta el 200. En el Bajo Guadalquivir M. Ponsich ha calculado, para finales del s. II, en unas 25.000 las hectáreas dedicadas al olivo y 28.000 al cereal. Las nuevas roturaciones (avance del ager frente al saltus) y el aumento de la productividad posibilitó un espectacular aumento de la población, estimada para aquel momento en más de cinco millones de habitantes, entre uno y dos millones más que antes de la conquista. Las invasiones de los pueblos del norte rompieron la unidad y equilibrio del sistema económico e institucional imperial, lo que provocó una grave crisis agraria acompañada de una regresión demográfica y un retroceso de varios siglos en los procesos de acumulación de capital, creación de mercados interregionales y urbanización. La crisis del s. III significó el final de la primacía de la ciudad como organizadora del área circundante, consumidora de productos agrarios y proveedora de bienes de consumo desde sus mercados.

Su lugar lo ocupó la villa campestre, centro de una gran explotación de producción agraria diversificada destinada al autoabastecimiento, frente a la anterior especia-lización competitiva dirigida al mercado urbano. Su dueño era, generalmente, un miembro de la magistratura municipal, de la burocracia imperial civil y militar o relacionado con ella (pu-blicani y negotiator es) o un notable indígena romanizado. En torno suyo se aglutinaba un numeroso grupo humano formado bien por sirvientes domésticos y empleados para trabajar directamente las tierras, bien por colonos arrendatarios y artesanos que habían abandonado la ciudad para satisfacer únicamente los encargos del dueño. La condición jurídica de estas personas era muy diferente: esclavos, libertos, hombres libres colonos o pequeños propietarios rurales que habían cedido sus tierras a cambio de protección contra el fisco abusivo y la inseguridad social. Sin embargo, todos ellos acabaron por acatar una relación que, superando lo estrictamente económico, les unía al propietario, quien también transcendía su mera condición de possesor villae para convertirse en señor, domi-nus et patronus. Esta vinculación personal recuperaba la vieja tradición romana de la clientela y prefiguraba la organización socio-económica medieval del feudalismo. Del Bajo Imperio datan las numerosas villae localizadas en los valles del Ebro y Duero, donde este proceso ruralizador y de concentración de la propiedad territorial parece ser más acentuado que en la Bética. Éstas se caracterizan por la magnificencia de sus construcciones y el lujo de la decoración, sobre todo musivaria y pictórica. Los jardines de las casas de campo debían reproducir la imagen idílica de la naturaleza simbolizada en el tópico del locus amoenus, como el descrito por Marcial en su finca de Bilbilis: “Este bosque, estas fuentes, esta sombra que tejen pámpanos erguidos, esta corriente canalizada de agua fertilizante, estos prados, esta rosaleda…, este huerto…, estas anguilas familiares que nadan en un estanque cerrado, este blanco palomar…, tales son los presentes de mi dama”.

Época visigoda
La crisis de la agricultura española durante el Bajo Imperio no supuso una ruptura total con la situación anterior. Hacia mediados del s. III d.C. desapareció definitivamente la circulación de ánforas, aunque en este siglo debió continuar la exportación de aceite y trigo, re vitalizada a partir del siguiente. En la Expo sitio totius mundi, redactada por un mercader sirio a mediados del s. IV, se menciona el aceite de Hispania. El renovador Código de Teodosio alude expresamente a los navicularios o armadores hispanos en una disposición de 324, mientras que en otra de 336 menciona genéricamente a los que llegan a Roma procedentes de los puertos de España. Cuando el trigo egipcio se reservó para la ciudad de Constantinopla, fundada en el s. IV, el norte de África y la Península se convirtieron en los máximos abastecedores de Roma. En el 384 el rebelde Gildón se apoderó de África e impidió la salida de trigo, por lo que las provincias peninsulares tuvieron que incrementar sus envíos a esta ciudad. Dicha función no debió de ser excesivamente modificada tras las invasiones bárbaras puesto que a comienzos del s. VI el rey ostrogodo Teodorico intentó reestablecer los envíos hispanos de trigo para poder reemprender la distribución gratuita de alimentos a la plebe romana. García Moreno ha estudiado la profunda imbricación entre tecnología y paisaje rural, propiedad agrícola y organización social que caracteriza a la sociedad visigoda incluso dentro del mundo antiguo. En relación a la dieta alimenticia, distingue entre la tradición romano-mediterránea y la germánica: “La primera tendría su base en los cereales panificables y legumbres, junto al vino como bebida principal y el aceite de oliva como grasa fundamental. Por su parte, la germánica habría dado mucha mayor importancia a la ganadería como productora de carne, grasa y derivados lácteos. La escasez del aporte germánico en España y la necesaria atracción ejercida por los moldes (…) romano-mediterráneos, considerados como culturalmente superiores, hacen suponer en principio la continuidad de usos alimenticios”. La regla monástica de Isidoro de Sevilla, escrita entre 615–624 y con aplicación al área bética, “establece como base alimenticia de sus monjes las verduras y legumbres acompañadas de pan y del aceite de oliva como única grasa; en determinadas festividades el potaje podía verse enriquecido con algunos trozos de carne.

Como bebida, se señalan tres vasos de vino por monje y día”. La regla de Fructuoso de Braga, unos veinte años posterior y con un ámbito de aplicación más amplio que incluía zonas de Galicia, El Bierzo y Cádiz, insistía en fundamentar la alimentación con verduras, legumbres y pan, en este caso de cebada, pero no citaba el aceite. La nutrición se completaba con pesca marítima y fluvial y se restringía el vino diario a 162,5 cl diarios. Las comunidades monásticas del norte, bajo influencia fructuosiana, elaboraron la Regula Communis (segunda mitad del s. VII), en la que se destacaba la importancia de la ganadería ovina. De esta forma se constata nuevamente la división entre las amplias zonas periféricas de agricultura mediterránea y las más septentrionales y montañosas, poco aptas para esos cultivos y en las que dominaría la actividad ganadera, sobre todo ovina, caprina y equina.

Claramente insuficientes las aportaciones arqueológicas, nuestro conocimiento de este periodo continúa basándose en la información que nos proporcionan las diferentes fuentes documentales y literarias. Las formulae notariales y el Edictum de tributis (edicto fiscal) confirman que la mayor parte de la tierra estaba dedicada al cultivo diferenciado del cereal (terrae o agri) y viñedo. Isidoro, en sus Etimologías, menciona tres tipos de cereal aptos para el consumo humano y un cuarto, el fárrago, destinado a los animales. El trigo era de grano desnudo para la panificación o vestido, más basto y que recibía el nombre de far adoreum. Tanto el trigo como la cebada tenían tipos diferenciados para el invierno o la primavera. Las aportaciones más notables de este periodo son la extensión de la cebada, más resistente a la altura y aridez, en una proporción cercana al 50% respecto a la superficie triguera, y del centeno. Este último (que pronto fue panifi-cable) era especialmente idóneo para evolucionar en las zonas frías y húmedas y en los suelos pobres y silíceos de montaña. La dieta isidoriana indica una amplitud considerable de los cultivos de leguminosas, como lentejas, guisantes, fríjoles, garbanzos, altramuces y habas, éstas las más utilizadas por la posibilidad de ser reducidas a harina. Las hortalizas conocidas eran los rabanillos, rábanos, nabos, lombardas, lechugas, escarolas, cebollas, puerros, pepinos, calabazas, melones, espárragos y alcaparras. Los huertos eran abundantes, aunque de reducidas dimensiones y cáracter familiar y suponían una aportación indispensable para la economía doméstica. Protegidos mediante setos o tapias, su invasión por animales o personas ajenas estaba fuertemente castigada en la legislación visigoda (canon del Concilio de Toledo de 531).

Durante los ss. VI y VII el viñedo se difundió enormemente por toda la Península de la misma forma que lo hacía en todo el Occidente europeo. Los más importantes agentes de este hecho fueron los monasterios, a partir del simbolismo que el vino adquirió con el cristianismo. Desde las tradicionales zonas vitícolas del Guadalquivir, Guadiana y Levante se extendió hacia las mucho menos propicias de El Bierzo o las sierras centrales meseteñas, subpirenaicas (sierra Guara) y pirenaicas. En el Liber Iudicum se establece que el daño en las vides se debía indemnizar con el duplo, mientras que la tala de un manzano suponía una pena (composición) de tres sueldos, inferior a los cinco estipulados en el caso del olivo. La ausencia de noticias explícitas ha llevado a los historiadores a concluir la regresión, incluso la desaparición, durante el epigonismo visigodo, de las grandes superficies olivareras heredadas de la Hispania romana. Sin embargo, se conserva una lista de diferentes tipos de uvas y aceitunas (con la mención de una propiamente hispánica) en las Etimologías isidorianas. La información sobre los olivares de un patrimonio cordobés contenida en la Morgengabe, que data del reinado de Sisebuto, y las tempranas referencias árabes sobre su abundancia en el Aljarafe sevillano, confirman la continuidad de la oleicultura bética. Los olivos estaban también presentes en los valles del Guadiana y Ebro, en Cataluña y Levante e, incluso, en las tierras montañosas del interior y ausentes de la mayor parte de la región noroccidental.

El uso del aceite debía ser esencialmente doméstico, pero de su importancia cualitativa y cuantitativa hace referencia el que los tributos del reino de Toledo se impusieran fundamentalmente sobre los productos de la tradicional trilogía mediterránea. La elaboración de cerveza (cervisia) se perfeccionó tras la introducción del cultivo del lúpulo, según lo describe San Isidoro, quien también cita la sidra (sicera) confeccionada con manzanas, de las que había varias especies. La tecnología agrícola estaba especialmente avanzada en cuestión de riegos. En la obra del santo sevillano encontramos referencias a diversos métodos de elevación del agua, desde los más sencillos del sha-duf (llamado telo o ciconia) y el torno artesiano (girgillus) a las más complejas norias de arcaduces y paletas (rota y austro). Antes de la conquista musulmana los regadíos eran probablemente amplios en el área meridional y su uso quedó regulado por una ley de Recesvinto (649–672). Sin embargo, lo más característico de la técnica visigoda es su continuidad respecto a la tradición romana. La roturación se realizaba con el antiguo método de tala y quema del matorral. Los sistemas para la bonificación del suelo están descritos en un pasaje de las Etimologías isidorianas: barbecho (intermissio), abono (cinis, incensio stipularum, stercoratio), aireación y reblandecimiento de la tierra (aratio, occatio) y eliminación de malas hierbas (runcatió).

Aunque los germanos pudieran conocer la rotación básica (cereal de invierno, de primavera y barbecho, o habas), parece cierto que en la Península se continuaba con el sistema tradicional de barbecho anual al 50%, lo que se compensaba con la puesta en cultivo de nuevas tierras. Los cereales de ciclo corto se reservaban para las crisis climáticas y, además, su desarrollo exigía suelos fértiles y profundos poco abundantes en España. La incensio consistía en la quema de rastrojos y la cinis en la del campo recién roturado (práctica de los “hormigueros”). La stercoratio era la forma de fertilización más eficaz frente el beneficio limitado a largo plazo de las quemas. Pero la escasez de ganado mayor repercutía en una escasa producción de estiércol, no paliada por la trashumancia de los rebaños a través de los campos. Las deficiencias en el abonado obligaban a esmerar las labores sobre el campo, entre las que destacaba la aratio. El arado descrito por Isidoro responde al tipo sole-ard, según García Moreno, quien descarta la utilización del modelo centroeuropeo de ruedas llamado carruca. Ese tipo de arado sin vertedera y tirado por bueyes o vacas se mostraba especialmente ineficaz para profundizar las labores y dejaba entre los surcos grandes espacios sin trabajar. Los terrones de tierra así resultantes debían ser rotos por medio del trabajo manual (occatio), también considerablemente costoso al ser realizado con pequeños instrumentos y no con el rastrillo o grada, si se tiene en cuenta que la mayor parte del suelo español se caracteriza por su composición arcillosa, ligereza y aridez.

La arqueología ha documentado la existencia de simples y rústicos aperos de hierro usados en la horti y viticultura que no debían ser muy abundantes, como indica el celo en su conservación que recomiendan las reglas monásticas. La siega del cereal se hacía con hoces dentadas de hierro a una altura muy superior a la actual, lo que repercutía en el mal aprovechamiento ganadero de la paja, utilizada principalmente como combustible. La trilla se hacía en el arae con la tribula, un trillo de madera incrustada de pedernal, mientras que para aventar se lanzaba la mies al aire, dos tradiciones que se han conservado hasta tiempos muy recientes. El grano se transformaba mediante pequeños molinos manuales, movidos por fuerza animal e hidráulicos, estos últimos también heredados de Roma pero que en aquel momento comenzaron a ser aprovechados por sus grandes posibilidades potenciales. Marc Bloch ha situado en el s. V la expansión del molino de agua por occidente, lo cual está confirmado en España a través del Liber.

En él se atestigua el conocimiento y generalización de estos molinos, su costoso mantenimiento y el intenso uso al que estaban sometidos a causa de su reducido número y rendimiento más barato y rápido. La conservación de los productos agrarios no varió respecto a la tradición romana de depósitos elevados (horrea), almacenes domésticos (cellarium) y los grandes recipientes cerámicos (dolia). La agricultura y ganadería eran actividades complementarias cuya integración se plasmaba en un paisaje de open fields (campos abiertos) protegido legalmente por servidumbres y usos comunales. Pero esta articulación se reducía generalmente al pastoreo sobre campos en barbecho, puesto que el escaso ganado mayor estabulado se dedicaba a labores de tiro y carga. Sin praderas artificiales los animales pastaban en los amplios baldíos, pastizales y bosques de propiedad comunal.

Las zonas septentrionales y montañosas eran básicamente ganaderas. La visigoda era una economía de subsistencia, de bajos rendimientos compensados con nuevas roturaciones y sometida a crisis coyunturales y estructurales periódicas. Tenemos constancia de grandes hambrunas, sequías y plagas en el último tercio del s. VI, mediados del s. VII, década del 680 y del 706 al 709, que iban acompañadas generalmente por epidemias de peste (410, 540-545, 577-590, 630-641 y 649-709). Respecto a la propiedad de la tierra, la época visigoda fue fundamental en la historia de España por cuanto supuso la transición entre las tendencias bajorromanas de concentración del poder económico-social y el feudalismo medieval.

El establecimiento de los pueblos godos en la Península Ibérica y el consiguiente reparto de tierras seguramente no se realizó mediante la fórmula de la hospitalitas (propiedad compartida) sellada por el acuerdo (foedus) entre el rey Valia y el Imperio romano en 417. El aporte demográfico visigodo fue poco importante y su asentamiento tuvo lugar en zonas baldías y lugares estratégicos de toda la Península. La implantación de tipo señorial y militar preservó la propiedad de la clase aristocrática hispano-romana, a la cual se asimiló la nobleza gótica. Ésta se apropió de las tierras fiscales que pertenecían al Estado imperial y las engrandeció por medio de las continuas concesiones de la Monarquía. La Iglesia, heredera del poder legal, institucional y cultural romano, amplió sus bienes a través de donaciones reales y particulares, nuevas fundaciones de monasterios y sedes episcopales y el fortalecimiento de la autoridad directa sobre sus propias jurisdicciones menores. La extensión de la gran propiedad se realizó sobre los pequeños y medianos propietarios, acosados por la baja productividad del campo, la cada vez mayor presión tributaria de la Corona, las crisis sociales y el inseguro futuro.

Todo ello se reflejó en una concentración del hábitat, anteriormente más disperso y que según las Etimologías de Isidoro estaba articulado sobre el pagus, pequeño conjunto de casas de carácter rural; el vicus, núcleo urbano sin defensa, y el castellum,núcleo fortificado que será origen de los castillos señorial-militares medievales. Estas comunidades aldeanas independientes, de origen ibérico y que habían subsistido durante la dominación romana, quedaron progresivamente incluidas en las áreas de influencia de las grandes propiedades, que a partir de la inmunidad concedida por los sucesivos reyes comenzaban a conformar jurisdicciones propias. A su vez se produjo la evolución de la villa romana, aislada y estrictamente señorial, hacia su conversión en una comunidad aldeana, proceso paralelo al cambio semántico del significante villa, que ahora hacía referencia a un conjunto urbano heterogéneo. La causa estuvo en el aglutinamiento alrededor del propietario de campesinos colonos, que si bien cultivaban directamente la tierra dependían de aquél, dominus de la tierra y patronus de sus personas según la fórmula del patrocinium romano. La relación entre unos y otros transcendía lo económico para convertirse en personal, social e, incluso, religiosa cuando la fides pagana fue reconvertida por el cristianismo. Algunas instituciones, como la obligación por parte del cliente de obsequiar a su señor (fidele servitium et promptum obsequium), se pueden considerar protofeudales.

Al-ándalus

El desembarco de un ejército musulmán en la Península Ibérica en 711 abrió un nuevo periodo en las estructuras políticas, sociales y económicas que afectó de forma intensa a las formas y relaciones de producción en el campo, como estudió Lévi-Provençal desde la década de 1930. La documentación que conservamos sobre las actividades agrícolas en al-Ándalus es amplia y diversa gracias a la moda literaria de los itinerarios (masalik) y las obras de Ibn Jurradadbih, al-Ya’qubí, Ibn al-Faqih al-Hamadaní, Umar ibn Rusteh en el s. IX, Ahmad al-Razí (Descripción de España) en el s. X y al-Istairí, Ibn Hawqal, al-Maqdisí y, sobre todo, al-Bakrí, al-Udrí y al-Idrisí en el s. XI. Para los siglos posteriores la principales fuentes proceden de eruditos y viajeros de oriente y el Magreb. Durante la primera etapa de reinos de taifas y la dominación almorávide (1031-1147) se realizaron numerosos estudios agronómicos (filaha) que recuperaban la tradición romana. Al-Ma’mún de Toledo protegió al erudito Ibn Bassal, quien escribió el voluminoso Kitab al-Qasd wa-l-bayán utilizando sólo sus propias experiencias, y al médico Ibn Wafid, autor de una Summa (Maymu’) agronómica y que levantó para su soberano un jardín botánico. Al-Mu’tamid mandó posteriormente hacer un jardín similar en Sevilla, donde Ibn Muhammad ibn al-Hayyay al-Isbilí realizó varias obras sobre la agricultura inspirado en las famosas del gaditano Junio Columela. En Granada el gobernador almorávide Tamim, hijo del califa Yusuf ibn Tasfín, encargó a Muhammad ibn Malik al-Tignarí la composición de un tratado que constó finalmente de doce volúmenes.

Entre los ss. XII y XIII, el sevillano Ibn al-’Awwarn realizó una recopilación de autores antiguos y árabes. Aunque el territorio ocupado por al-Ándalus comprendía la mayor parte de la España árida, los historiadores hispano-árabes alabaron repetidamente la riqueza y feracidad de estas tierras. La vega granadina, la huerta valenciana o los alrededores de ciudades como Toledo y Huesca fueron descritos como vergeles húmedos, caracterizados por un paisaje ordenado en el que todo el terreno era bien aprovechado. En zona de secano (ba’l) se cultivaban cereales y leguminosas (judías, habas y garbanzos), base de la dieta alimenticia anda-lusí. El trigo y la cebada eran sembrados, sobre todo, en Zaragoza, Tudela, Écija, Jaén, Úbeda y Baeza.

El trigo procedente de Lorca, llamado sangonera, era conocido por su excelente calidad y del trigo de Toledo se decía que una vez ensilado podía conservarse durante más de cien años. Al-Saqatí cita las variedades de trigo dar-mak, de calidad superior y harina muy blanca, madhun, ruyun, de color rojo dorado, trechel, sembrado en primavera y araka, amarillo rojizo y de grano alargado, de las que vienen los nombres en español almodón, rubión, trigal y álaga, respectivamente. Cuando el reino de Granada quedó como único superviviente de la España musulmana, sus habitantes se vieron en la obligación de cultivar trigo, cebada y mijo en la vega, la campiña y los distritos situados al noroeste (barayilat) de la ciudad. Se sembraba centeno en las zonas frías y húmedas y cereales tardíos, como la zahína, en las más fértiles. Los bajos rendimientos no permitían superar el déficit en la producción cerealística, que conocía periódicas hambrunas (915-929) y plagas (las de langosta eran las más destructivas, como ocurría en el reino visigodo). Para paliar los efectos de estas crisis el califato almacenaba grandes cantidades de grano; en 985 la administración de Almanzor tenía unas reservas de 200.000 medidas de trigo.

El déficit se compensaba con las importaciones de cereal africano, que comenzaron en el s. IX y continuaron durante el periodo de taifas según el testimonio de al-Bakrí, lo que obligó a los gobernantes de Córdoba a intervenir frecuentemente en los asuntos del norte de África. F. Glick ha explicado este saldo cerealís-tico negativo como resultado de la primacía que se otorgó al regadío, del que se obtenían altos rendimientos y productos fácilmente exportables hacia las regiones áridas africanas, lo que suponía la inclusión de la Península en el gran mercado del Mediterráneo musulmán. Al-Ándalus exportaba aceite hacia el Magreb, Egipto y Oriente, procedente principalmente del Aljarafe sevillano (al-Saraf). La importancia que daban los hispano-árabes a este producto ha quedado reflejada en el castellano actual: las palabras aceituna y aceite provienen del árabe al-zaytuna y al-zayt, respectivamente. La aceituna más apreciada era la lechín, mientras que los tres tipos de aceite más utilizados eran el zait al-ma’ (o de agua), el zait al-badd (de la almazara) y el al-zait al-matbuj (o cocido).

El primero se obtenía tras un sencillo lavado con agua caliente de la aceituna machacada, el segundo del prensado y el tercero de los residuos resultantes en la almazara tratados con agua hirviendo. Tras la conquista del Aljarafe por los cristianos en 1248, los nazaríes pasaron a depender de los olivares de Loja, Pechina y Málaga y desde 1405 de las importaciones sevillanas. Bajo las laderas de olivos se plantaba el viñedo, muy extendido en al-Ándalus a pesar de la prohibición mahometana de beber vino. Aunque el consumo de uva fresca fuera importante, los poetas nos dan cuenta de la afición a los caldos andaluces que tenían los monarcas y las clases altas. Los habitantes más humildes de Córdoba también lo bebían, bien comprado en el mercado de vinos estatal que existía en Secunda, a las puertas de la ciudad, bien en las numerosas tabernas que de forma legal o ilegal había repartidas por sus calles.

Los cronistas elogian la calidad de las uvas pasas de Ibiza y Málaga, que resultaban del secado de los racimos en los tejados de las casas. Los cultivos de regadío (saqy) y arboricultura alcanzaron en la España musulmana un desarrollo espectacular, basado en el uso de una perfeccionada tecnología hidráulica. Los árabes aprovecharon los sistemas de riego que subsistían de la época romana y aportaron nuevos conocimientos originarios de Asia Menor. La transcendencia de su aportación es evidente en la cantidad de términos españoles referentes a esta cuestión que son de origen árabe. La profundidad de los cursos de agua peninsulares hacía forzoso el uso de ruedas elevadoras, como la de balancín romana (en ár. jattara y en romance ciconia putei, el cigüeñal actual), la de paletas directamente movidas por el agua (na’ura, que en español y francés ha dado noria) y las ruedas de funcionamiento circular y tracción animal (saniya, de donde procede aceña).

Existían también, desde el s. XII, norias que elevaban el agua por medio de cangilones (del plural ár. qawadís). La acequia (del ár. saqiya) era la base sobre la cual se desarrollaban las grandes huertas andaluzas, levantinas y aragonesas. La legislación señalaba los derechos, deberes, servidumbres y turnos de los regantes, cuyo control era ejercido por los inspectores de riegos (wakalat al-saqiya) en una tradición que en Valencia ha llegado hasta la actualidad (v. Aguas, Tribunal de las). La fertilidad de los suelos regados permitía obtener abundantes productos hortícolas de gran calidad, elogiada por los cronistas árabes y cristianos. Entre los más frecuentes estaban los melones, sandías, pepinos, espárragos, calabacines y berenjenas. Similares alabanzas se conservan de los frutales: cerezas de Coimbra y Granada, peras y manzanas de Cintra, Silves, Granada y el valle del Ebro, granadas y melocotones de Málaga y Elvira y almendras de Denia. Las higueras eran muy abundantes en Andalucía y los higos más apreciados eran los de Almuñécar y Sevilla, donde se distinguían las clases quti y sha’rí.

En las tierras más bajas y resguardadas de Levante se cultivaban el limón, la lima y la cidra, cuyas flores se destilaban y con cuyos frutos se hacían confituras dulces y se aliñaban las aceitunas. El naranjo, en un principio árbol decorativo, se importó en la época califal y pronto pasó a ocupar considerables extensiones de terreno en Sevilla, Córdoba, Valencia y Murcia. También de estos años data la difusión del cultivo del arroz, que en el s. XI constituía una de las mayores riquezas de la taifa valenciana gracias a su exportación a las demás regiones de al-Ándalus. La caña de azúcar (qasab al-sukkar) se introdujo durante el reinado de ’Abd al-Rah-man I y se extendió por Valencia, Castellón y la desembocadura del Guadalquivir. El reino nazarí de Granada exportó azúcar a toda la cuenca mediterránea, aunque su comercio estaba controlado por los genoveses. Durante los ss. XIV y XV los italianos ayudaron, con sus naves, a los soberanos nazaríes contra los reinos cristianos y una vez conquistada Granada trasladaron sus zonas de aprovisionamiento a las islas del Atlántico ocupadas por los portugueses. Había platanales en las franjas litorales de clima subtropical, como el bajo Guadalquivir y el sur de las Alpujarras, entre Salobreña, Motril y Almuñécar (Granada).

El único palmeral de la Península, en Elche (Alicante), es una creación musulmana. Las plantas aromáticas, medicinales y textiles ocupaban un lugar importante en la economía andalusí. El comino (kammún), característico de Salobreña y el coriandro se utilizaban como condimentos culinarios. El azafrán de mejor calidad se recogía en Toledo, Valencia, Sevilla, Priego, Úbeda y Baza, donde también había azafrán bastardo o alazor, utilizado para tinturas y afeites. En las Alpujarras y otras sierras había plantaciones de granza y alheña, servato oficinal, nardo y genciana. El algodón, introducido en la Península por los árabes y que ocupaba grandes extensiones en Sevilla y Guadix, y el lino de Elvira y Almería se exportaban hacia el Magreb y oriente. La ciencia de la sericultura fue transmitida por los musulmanes desde oriente a la cuenca mediterránea. Las mujeres se dedicaban a la cría de gusanos de seda en casi cuatro mil aldeas repartidas por Jaén, Granada, las Alpujarras, Málaga, Comares y serranía de Ronda, donde abundaban las moreras. Las labores agrícolas aparecen detalladamente descritas por meses en el Calendario de Córdoba del año 961, dedicado a al-Hakam II. En enero se amontonaban las cañas de azúcar y en marzo se plantaba el algodón, la caña y nacían los gusanos de seda.

En abril aparecían las rosas y violetas, se plantaban las palmeras, sandías y alheña y el campesino aguardaba las lluvias para sus cereales. En mayo cuajaban las aceitunas y pepinillos y aparecían los albaricoques, ciruelas y manzanas tempranas, se recogían las habas y adormideras, se segaba la cebada y se arrancaban los granos de lino. La siega y la trilla se harían en los meses de junio y julio, que no constan en la obra. A finales de agosto la uva y los melocotones estaban maduros, se recogían alheña y nueces y se sembraban nabos, habas y espárragos. Septiembre se dedicaba a la vendimia, aparecían granadas y membrillos, las aceitunas ennegrecían y el mirto crecía. En octubre se preparaba la carne de membrillo y manzana y salían las rosas blancas. La cosecha del azafrán era en noviembre. En diciembre había narcisos y en los huertos se plantaban calabazas, ajos y adormideras. La tecnología agrícola continuaba la tradición romana, aunque se alternaba la rotación bienal de cultivos con el barbecho.

Los tratados de agronomía resaltaban la importancia del abono con los diferentes tipos de estiércol. Los avances propiciados por la experiencia fueron notables en el terreno de la horto y arboricultura y posibilitaron una diversificación agrícola capaz de aprovisionar una ciudad como Córdoba, con una población estimada entre cien mil y medio millón de habitantes. Había molinos de tracción animal (tahuna, de donde viene tahona) y es probable que se conocieran los molinos de viento, aunque el más utilizado era el de agua (raha). Las aceitunas se convertían en aceite en las prensas a rosca (tornillo) llamadas al-masara (en español almazara) o badd, término que delata su procedencia siria. La gran propiedad estaba repartida entre las fincas reales (mustajlas) administradas por los sahib al-diya y los latifundios de la aristocracia árabe, explotados a través de contratos de aparcería por los amir (medieros) y sarik (asociados). Junto a ella coexistía una propiedad muy parcelada, cultivada en asociación por campesinos agrupados en aldeas (day’a), mientras que en los territorios septentrionales y montañosos más pobres se establecieron los pequeños propietarios beréberes.

Reconquista y repoblación

La ampliación del territorio de los reinos cristianos del norte peninsular en detrimento del ocupado por al-Ándalus es el hecho decisivo para comprender las grandes transformaciones agrícolas que caracterizan a la España medieval. Como han señalado García Sanz y Sanz Fernández a partir de los estudios de Luis G. de Valdeavellano, la tecnología agraria, la explotación del campo y el marco institucional que la organiza no se van a modificar de forma significativa desde el s. XI hasta la revolución liberal del XIX. El largo proceso de la reconquista y repoblación comenzado en el s. IX, intensificado entre los ss. XI y III y concluido en el s. XV y la diversidad geográfica y social de los territorios incorporados son la causa de la gran variedad existente en las formas y relaciones de producción rurales. Respecto a las fórmulas jurídicas de propiedad de la tierra, la primera diferencia se establece entre la Corona castellana y la aragonesa. En la primera, la baja densidad demográfica de la meseta y la expulsión de los mudejares del valle del Guadalquivir en 1264 otorgó una especial relevancia a la repoblación favorecida con privilegios, cartas-puebla, fueros y repartimentos. Éstos “aseguraban una propiedad territorial libre o escasamente condicionada para los repobladores” (García Sanz y Sanz Fernández), lo que se plasmó en una generalización de los contratos de arrendamiento y las relaciones contractuales con mayor definición de la propiedad territorial.

En Aragón y Valencia la estabilidad de la población y la permanencia de los mudéjares propició el afianzamiento de unas relaciones caracterizadas por la mayor vinculación personal de tipo feudal. En este caso dominaba el señorío jurisdiccional, más indefinido territorialmente, que reglamentaba los usos y costumbres agrarias de un territorio. En Cataluña, según Pierre Vilar, se dio un compromiso entre las costumbres contrapuestas del individualismo y feudalismo a través de las fórmulas de tenencia hereditaria de la enfiteusis y rabassa morta. Hay que tener presente que el concepto de propiedad tal como hoy se entiende, generado en el s. XIX, es muy diferente a la idea medieval de dominio directo del señor y útil del arrendatario, enraizada en la distinción romana entre propiedad y posesión. La propiedad señorial laica o eclesiástica estaba limitada por vinculaciones (caso del mayorazgo nobiliario) que impedían a los dueños disponer libremente de sus tierras. En la mitad norte una parte considerable del territorio se constituyó como propiedad colectiva de las villas y aldeas, con aprovechamientos comunales gratuitos regulados por los concejos municipales. En los primeros años de la repoblación predominaba la pequeña propiedad familiar, que tenía su origen en el sistema de apropiación de la tierra sin dueño por parte del colono que la pusiera en explotación (pressura y aprissio).

Sin embargo, ésta pronto tendió a ser absorbida por las grandes fincas eclesiásticas (monasterios principalmente) y nobiliarias, ampliadas por donaciones, compras y préstamos, y por la extensión del señorío jurisdiccional. Este proceso fue especialmente intenso en los territorios situados más al norte de los valles del Duero y Ebro y motivó la emigración de muchos colonos hacia el sur. En Andalucía, Valencia y Murcia se distribuyó la tierra por el sistema de los repartimentos entre la alta nobleza, las instituciones eclesiásticas y las órdenes militares, que recibieron extensos territorios a través de las donadíos. Pero los “repartimientos” también beneficiaron a los campesinos humildes y dieron lugar a una extendida pequeña y media propiedad. Las últimas investigaciones han rebatido la tradicional teoría que remontaba el origen del latifundio meridional a la alta Edad Media y le otorgaba un carácter feudal que lo aproximaba a las estructuras dominantes en la mayor parte del continente europeo. Por el contrario, parece probado que la pequeña propiedad se mantuvo con vitalidad durante la baja Edad Media, que sobre ella se basó el Renacimiento hispano del s. XV y que fue entre los ss. XVI y XVIII cuando se formaron los extensos latifundios andaluces. Las órdenes militares fueron las principales colonizadoras por delegación real en Extremadura (Santiago y Alcántara), La Mancha y Teruel (Calatrava) y Castellón (Montesa). La principal unidad productiva de la agricultura medieval (y de todo el Antiguo Régimen) era la familia, considerada ésta en su acepción de parentesco más amplia respecto al núcleo padres-hijos habitual en la actualidad.

La explotación podía ser directa cuando la familia era propietaria de la tierra que trabajaba, o indirecta si lo hacía en las tierras del gran dominio señorial. El primer caso tuvo su reflejo en el paisaje rural de hábitat disperso del casal gallego, casería asturiana y vasca, solar montañés, masía catalana y, más al sur, heredad. También se plasmó en los derechos forales con algunas figuras como la del primogénito que heredaba la totalidad del patrimonio para evitar su compartimentación (el hereu de Aragón y Cataluña). La explotación indirecta implicaba el pago de rentas territoriales estipuladas según contrato establecido con el propietario. La diversidad de los contratos se derivaba de la geografía, costumbres de una zona y condiciones concretas de cada caso. Los más importantes eran el prestimonio, los censos enfitéuticos y foros, la aparcería y los contratos ad complantandum,que dividían el dominio de tal forma que ni censualista ni censatario tenían la propiedad plena y los arrendamientos, en los que se afirmaba sin matizaciones la propiedad del arrendador. Las únicas unidades “suprafamiliares” (según definición de García Sanz y Sanz Fernández) que existían en este momento eran los monasterios, que tuvieron un lugar destacado en la colonización del área septentrional. Generalmente la labor en la huerta era realizada por los propios monjes y la de los campos en explotación directa por grupos de trabajadores que convivían con la comunidad monacal.

Para las faenas más duras, como la siega, se recurría a las familias establecidas en los dominios de explotación indirecta del monasterio. Se tiene constancia del empleo de mano de obra asalariada en las tierras más fértiles del valle del Guadalquivir y otras zonas especializadas en ciertos productos con salida al mercado exterior nacional y europeo. La inclusión de un campesino en un señorío jurisdiccional suponía su vinculación personal y supraeconómica al titular de éste y su compromiso a cumplir con ciertas obligaciones. Entre las servidumbres más comunes estaban los seis malos usos, el ius male tractandi, el yantar, la luctuosa, la facendera, la mañería, el relego, los monopolios de molino, fragua y horno y las sernas, estas últimas también vigentes en los monasterios junto a las labores y obrerizas. En ocasiones la sujeción personal del campesino se asimilaba a su adscripción a la tierra, lo que limitaba su capacidad de movimientos o la impedía, en el caso de los payeses de remen-sa del norte de Barcelona. El mayor poder de la nobleza aragonesa hacía que esta práctica estuviera mucho más extendida en la Corona de Aragón que en Castilla, donde la libertad del campesino para abandonar sus tierras quedó sancionada en el s. XIII por las Partidas de Alfonso X. A todos afectaba la obligación de pagar el diezmo eclesiástico sobre la producción agraria total, aunque a partir del s. XIII una bula pontificia permitió a la Hacienda Real castellana percibir un tercio de éste, la llamada tercia real. La agricultura medieval continuaba ceñida a la subsistencia familiar. Cada comunidad doméstica explotaba, de manera directa o indirecta, una heredad o manso, “unidad de explotación agraria que comprendía el solar, con la casa del labriego y algunas dependencias, como graneros y huertos; las tierras de labor, los campos de árboles frutales y las pertenencias de la explotación; participación en el uso comunal de los prados para pastos (mestas), de los bosques y de las aguas para riego” (Valdeavellano).

Los escasos excedentes eran acumulados por el señor a través de las rentas en especie y la explotación directa de sus tierras (la llamada reserva señorial) o distribuidos en los mercados y ferias urbanas. La comercialización del grano almacenado fue una de las bases de la riqueza nobiliaria y eclesiástica, que posibilitó el renacimiento urbano desde el s. XI y la realización de grandes obras suntuarias. La tecnología agrícola se modificó poco respecto a la situación anterior, a diferencia de lo que ocurría en la zona comprendida entre los ríos Ródano y Rin. El arado romano era utilizado en la mayor parte de la Península en sus tipos dental y de cama, este último sobre todo en Castilla. Menos frecuente debía ser el uso del arado de ruedas (la curuca romana), muy común en Francia, aunque aparece bien documentado en varias obras del arte románico (capiteles de San Juan de la Peña en Huesca, Santa María de Nieva, tapiz de la Creación de Gerona, ábacos de Tarragona y Santa María la Real de Olite). La tracción se realizaba principalmente con bueyes, aunque desde el s. XI se había introducido desde Francia el empleo de las mulas.

La grada, tanto la tradicional cuadrada como la nueva triangular usada en el norte europeo, tampoco parece que se difundiera hasta varios siglos después. El sistema de cultivo en la Europa meridional era el de rotación bienal, con alternancia anual de siembra y barbecho (año y vez). Eran excepcionales los casos en los que se aplicara el sistema de rotación trienal entre barbecho, cereales de invierno (trigo candial, centeno) y los cereales de primavera (trigo grueso y tremesino, cebada), junto con algunas plantas forrajeras y leguminosas. Este cultivo intensivo, frecuente en la Europa septentrional, exigía la división del campo en hojas, costumbre de la que no se tiene claro testimonio en Castilla hasta el s. XV. El molino hidráulico se afirmó definitivamente desde el s. XI como la única gran fuente de energía no animal disponible.

El estancamiento tecnológico era la causa de los bajos rendimientos, solventados a través de las roturaciones de amplias zonas del interior. La escasez de mano de obra en la Meseta tampoco permitía superar este tipo de agricultura extensiva asociada a las prácticas de la ganadería, de lo cual resultaba un paisaje de open fields (campos abiertos). Los rebaños trashumantes pastaban en los campos en barbecho y los baldíos y bosques comunales cercanos a las villas. La crisis agrícola castellana del s. XIII debió ser la causa inmediata de la creación de la Mesta en la segunda mitad del siglo y sobre la exportación de la lana merina a Flandes, Italia e Inglaterra se asentó el gran poder de la Corona de Castilla durante los ss. XIV y XV Durante la Reconquista los reinos cristianos fueron incorporando las zonas hortofrutícolas de Levante y Andalucía, en las que permaneció la población morisca. Ello supuso la asimilación de los hábitos alimenticios musulmanes, con alto consumo de hortalizas, frutas y arroz, a cuyo cultivo se dedicaba una gran parte del territorio valenciano. La coyuntura de la Corona de Aragón se aproxima más al modelo europeo, con una fase expansiva que se mantuvo hasta mediados del s. XIV, cuando comenzó un ciclo de crisis (malas cosechas desde 1333 y peste negra de 1349-1350) que provocó la pérdida de importantes efectivos demográficos, el abandono de campos y la caída de rentas.

Entre 1340 y 1390 tuvo lugar un alza de rentas y precios, aunque la tendencia deflacionista y el estancamiento productivo se mantendrán durante el s. XV. En Castilla la peste negra y las malas cosechas de mediados del s. XIV agravaron la depresión heredada del siglo anterior, lo cual redundó en beneficio de la ganadería lanar. En el s. XV se constata un crecimiento mantenido e importante tanto de la ganadería como de la agricultura castellanas, acompañado por un alza de los precios nominales debido, según Mackay, a la devaluación del maravedí. La crisis demográfica y económica motivó un aumento en la presión nobiliaria sobre el campesinado por medio del alza de las rentas, la extensión de los señoríos jurisdiccionales y los intentos de reforzar la vinculación entre el trabajador y la tierra. Ello provocó revueltas campesinas en las regiones septentrionales, donde el proceso fue más intenso, entre las cuales las más conocidas son los movimientos irmandiño de Galicia y de los remensas de Cataluña. El arbitraje de la Monarquía se concretó en la Pragmática de Medina del Campo de 1480 y la Sentencia Arbitral de Guadalupe de 1486, que sancionaron la libertad que tenían los vasallos para abandonar sus tierras.

El imperio y el siglo XVIII

La agricultura de la España moderna se desarrolló en el mismo marco jurídico e institucional de la Edad Media y los cambios, según García Sanz, fueron sólo cuantitativos. Cuando éstos eran de carácter cualitativo no significaban una transformación profunda puesto que no hacían sino reforzar la estructura socio-económica heredada y contribuir a su supervivencia durante más de tres siglos. Este periodo se caracterizó por la permanente e intensa tendencia hacia la concentración de la tierra en detrimento de la pequeña y media propiedad familiar. La extensión de la amortización (vinculación patrimonial) y de los señoríos jurisdiccionales en la mitad norte peninsular y los territoriales en el sur se realizó por medio de donaciones, muy frecuentes durante el s. XVII, compras y créditos a los que se veían abocados los campesinos humildes en épocas de carestía y deflación. Sin embargo, tuvo lugar un proceso paralelo de privatización de los comunes municipales, vendidos por la Corona para incrementar los ingresos de la Hacienda Real (después que hubo demostrado su último carácter de realengo) y los concejos para hacer frente a la cada vez mayor presión fiscal, o usurpados por los señores locales y la aristocracia urbana. Las dos únicas aportaciones institucionales de importancia del Estado moderno a las prácticas agrícolas fueron la generalización de los pósitos municipales durante el reinado de Felipe II y el establecimiento en 1502 de una tasa máxima de precios de los cereales.

Los pósitos eran instituciones de crédito tanto en dinero como en granos y proporcionaban simientes en los años de malas cosechas. Se constituyeron en elementos reguladores del consumo, mitigando las periódicas hambrunas, de la comercialización y de la fijación del precio de los cereales. La tasa se reguló en diferentes ocasiones para adaptarla a la coyuntura, aunque desde 1619 los agricultores no estaban sujetos a ella en la venta de granos de su propia cosecha. Los avances en la tecnología agraria se limitaron al progresivo empleo del hierro en la fabricación de los útiles, que continuaban la tipología heredada de la Edad Media y substitución del buey por la mula como animal de tiro. En 1513 Alonso de Herrera publicó su tratado agronómico Agricultura General, que fue reeditado en varias ocasiones hasta el s. XIX, lo cual atestigua tanto la calidad intrínseca de la obra como la escasa evolución técnica durante este periodo. de una caótica distribución parcelaria se pasó a una mayor racionalización en el aprovechamiento del suelo con la compartimentación por hojas, que permitían una mayor integración entre los distintos cultivos y entre éstos y la ganadería. El s. XVI conoció un aumento agrario sostenido por un crecimiento demográfico constatable, que proporcionaba mano de obra y demandaba un cantidad mayor de alimentos.

La producción cerealística y vitícola fue la que más creció a causa de la gran demanda urbana y americana, en el caso del vino, lo que se reflejó en el alza continua de sus precios. Fundamentada en el tradicional recurso a la roturación masiva de nuevas tierras, esta coyuntura alcista corría el peligro de entrar en un bucle de rendimientos decrecientes por el que a mayor trabajo y capital invertido en tierras cada vez de menor calidad el rendimiento es menor. Seguramente fue ésta una de las causas de la crisis iniciada hacia 1580, en la que también debieron confluir otros factores como la creciente presión fiscal (el Imperio comenzaba a ser más una carga que un beneficio), el aumento de las tasas señoriales y la despoblación causada por la expulsión de los moriscos en 1610. G. Anes ha desmentido la tesis tradicional de la crisis del s. XVII, que suponía un estancamiento generalizado para toda la Península y el siglo. La depresión es constatable empíricamente, pero varía en la cronología e intensidad según las zonas.

La crisis en la agricultura fue relacionada con la que afectaba a la sociedad barroca en su conjunto por los arbitristas o reformadores agraristas como Lope de Deza, Guillén Barbón y Castañeda, Cristóbal Pérez de Herrera, Pedro de Valencia y Miguel C axa de Leruela. La influencia de su ideología está presente en la Pragmática de 4-III-1633, promulgada por Felipe IV para la conservación de los pastos ganaderos. La recuperación de la crisis fue temprana (desde 1645) en Galicia, Asturias, País Vasco y Rioja Alavesa a partir de la difusión del cultivo del maíz y el viñedo. Segovia lo hizo también en la década de 1640, aunque el proceso se demoró en Tierra de Campos y Palencia hasta el último tercio del siglo y en Castilla la Nueva la decadencia se mantuvo durante toda la segunda mitad. Con la excepción de las áreas de Sevilla y Málaga, cuyas cosechas crecieron a partir de la década de 1680, Andalucía no mostró signos de recuperación hasta los comienzos de la centuria siguiente. Valencia y Alicante fueron las regiones más perjudicadas por el éxodo de la población morisca, pero desde mediados de siglo sus cultivos aumentaron hasta alcanzar a principios del s. XVIII los niveles anteriores a la expulsión. En este último caso se produjo una transición desde la producción especializada en la hortofruticultura, de tradición musulmana, hacia los cereales panificables.

El descubrimiento de América en 1492 podría haber significado para la agricultura española una transformación sin precedentes desde el Neolítico, pero la introducción de las nuevas plantas y técnicas fue lenta e incompleta. El tabaco se utilizaba con fines medicinales desde el s. XVI, pero fue a comienzos de la siguiente centuria cuando se produjo su eclosión como hábito social. En 1620 se fundó una manufactura de tabacos de Sevilla llamada luego de San Pedro y constituida en Reales Fábricas a comienzos del s. XVIII y en 1636 se implantó el estanco sobre este producto. Durante el s. XVII se difundió, aunque con un alcance todavía muy limitado, el uso de algunas drogas y plantas curativas de origen americano, como la quina, la coca y el curare. Posteriormente los médicos comenzaron a descubrir la utilidad farmacológica del mate, boldo, ipecacuana, hierba luisa, maracuyá, guacamayón y el hamamelis de Virginia. En el s. XVI se elaboraban en la América hispánica una considerable variedad de tipos de chocolate a partir de la combinación del cacao –muy consumido y usado incluso como moneda de cambio entre los aztecas– leche y azúcar de caña como ingredientes básicos. Se popularizó en Europa durante el s. XVII y la sociedad dieciochesca lo puso de moda, lo que provocó un incremento de su demanda a nivel mundial. Como la Corona española no podía asegurar su suministro a los puertos, en 1728 se creó la compañía comercial privada Real Compañía Guipuzcoana de Caracas. de las Indias se importaron algunas plantas tintóreas, como el palo de Campeche y de Brasil, el achiote y añil, de las cuales se obtenían los tintes de calidad que demandaba el desarrollo de la industria textil europea.

El gran interés por la cochinilla, de cuya trituración resultaban tintes blancos y rojos de gran pureza, impulsó el cultivo del nopal americano, del cual se alimentaba este insecto. Las grandes compañías europeas que comerciaban con el café buscaron la alternativa a los rígidos y políticamente inestables mercados orientales con la plantación desde las primeras décadas del s. XVIII de cafetales en las Indias, que en el s. XIX se convirtieron en la máximas productoras mundiales. Durante el s. XVIII el caucho americano tuvo un uso muy limitado, empleándose en la imperme-abilización de calzado y, en los países anglosajones, para la fabricación de gomas de borrar los trazos de lápiz. Habrá que esperar al s. XIX para que los adelantos de la industria química en los disolventes y en la transformación del caucho den utilidad a las grandes bolas de materia prima que desembarcaban en los puertos portugueses. El cultivo del maíz se extendió durante el s. XVIII por la cornisa cantábrica y permitió mejorar el ciclo tradicional de año y vez por medio de una rotación incompleta. Su siembra asociada con la escanda podía acarrear un empobrecimiento del suelo, que fue paliado con el estiércol proporcionado por la cabaña ganadera estabulada que el maíz podía alimentar. Cuando en la rotación se incluyeron las leguminosas (habas negras y alubias blancas, éstas todavía características de la gastronomía asturiana) y las forrajeras (nabos), el abonado con el nitrógeno que aportaban las primeras y el estiércol abundante que posibilitaban las segundas se pudieron alcanzar auténticas prácticas de agricultura intensiva. También en las áreas septentrionales comenzó la plantación de la patata, aunque su difusión tuvo lugar bien avanzado el s. XIX, cuando se convirtió en alimento imprescindible de amplios sectores de la población y mitigador de los efectos desastrosos de las persistentes hambrunas. Paralelamente otros cultivos viajaron desde el Viejo Mundo a las Indias, donde su adaptación varió de las dificultades del trigo a los magníficos resultados conseguidos con el arroz y, sobre todo, la caña de azúcar y el algodón, que acabaron suplantando a las producciones peninsulares.

El s. XVIII fue en la agricultura, como en todos los aspectos de la vida económica, social y cultural del país, un periodo rico y complejo, caracterizado por las reformas emprendidas desde los gobiernos de la Ilustración y el limitado alcance de éstas en el marco socio-económico del Antiguo Régimen. Los Borbones, en el trono español desde 1700, trataron de materializar las ideas de centralismo y progreso en una tarea que sólo el liberalismo, desde posiciones políticas radicalmente distintas, estaba en condiciones de acometer. La construcción de un Estado moderno debía hacerse sobre la base de la información y con este fin se realizó en 1752 el denominado Catastro del marqués de la Ensenada. Por primera vez la Corona poseía datos estadísticos generales, aunque incompletos, de cuántos eran sus subditos, cuántas tierras poseían y cómo las explotaban. En él queda reflejado el panorama de una agricultura tradicional de subsistencia que, sin embargo, constituía la principal actividad económica. En 1787 el 71% de la población activa estaba directamente empleada en el sector primario, además del 12% de artesanos y menestrales que completaban sus ingresos con el trabajo agrícola “a tiempo parcial”.

El aumento demográfico constatado entre los primeros censos dieciochescos y los datos parciales anteriores debió ser necesariamente acompañado de un aumento en la producción agraria. Se ha estimado que la población española creció entre 1717 y 1797 de 7,5-8 a 10,5-11 millones de h., es decir, un 40% con una tasa anual acumulada del 0,5%. La evolución positiva había comenzado a mediados del s. XVII, se intensificó en la primera mitad del s. XVIII y decayó en la segunda. La tecnología agraria cambió poco en este periodo y los rendimientos se mantuvieron bajos, por lo que hay que suponer que este aumento fue posibilitado por un nuevo ciclo de roturaciones. Éstas procedían de las posesiones de nobles, cabildos, monasterios, parroquias, ayuntamientos, pueblos y baldíos reales y se ponían en explotación mediante nuevos contratos de tipo feudal. La expansión se acompañó de una cierta diversificación productiva. Cataluña basó su gran crecimiento en la especialización vitícola de su agricultura, orientada hacia la exportación de vinos y aguardientes a los mercados nacional, europeo y americano. El viñedo también ganó terreno en Galicia, Valladolid y Málaga, mientras el cereal lo hacía en Castilla la Nueva y Andalucía occidental.

El monocultivo de la vid se hizo en detrimento de la superficie dedicada al cereal, por lo que se hacía necesaria la importación de grano panificable de otras regiones españolas o del extranjero. Sin embargo, la producción nacional era claramente insuficiente, mientras que la introducción del trigo ruso, polaco, danés, holandés, alemán, inglés, italiano, norteamericano o argelino se prohibía de forma reiterada (1721, 1726, 1728, 1747). La tasa sobre el precio máximo del trigo fue duramente criticada por los ilustrados españoles quienes, influidos por las ideas del fisiocratismo y el liberalismo económico europeos, la culpaban de la inflexibilidad del mercado, la falta de estímulo de los agricultores y los impedimentos a la importación de granos. Con la llegada de Carlos III al trono se inició una política de liberalismo proteccionista materializada en la Real Resolución de 26-X-1752 para el franqueo de los derechos del transporte marítimo de cereales y maíz, y las Reales Órdenes de 16 y 23-VIII-1756 y 9-XI-1757, que autorizaban el libre comercio de granos en el interior del Reino. La Real Pragmática de 11-VII-1765 abolió la tasa y la Real Cédula de 16-VI-1767 prohibió definitivamente los derechos municipales sobre las posturas o utilización de plazas. Estas medidas coincidieron con un ciclo de buenas cosechas, pero fracason en sus expectativas de regeneración de la agricultura nacional desde la década de 1760, cuando se inició un ciclo de rendimientos decrecientes en las roturaciones, hambres periódicas (1769) y abultado déficit.

Entre 1756 y 1773 España importó doce millones de fanegas de trigo y 1.650.000 de cebada y exportó 690.829 y 48.649 fanegas respectivamente. Barcelona importó del extranjero cantidades de trigo que variaron de las 240.000 cuarteras de 1784 a las 691.554 de 1796. Las razones profundas de este fracaso hay que buscarlas en los elevados costes del transporte y en la desarticulación del mercado interregional, cuya integración no se producirá hasta el último tercio del s. XIX. Sin embargo, la labor liberalizadora continuó con la Provisión de 29-XI-1767, que “dio libertad a los jornaleros para que pudiesen concertar sus salarios con los dueños de las tierras”, la Cédula de 15-VI-1788, que permitía cercar las fincas particulares cuando fueran arbolados, olivares, viñas o huertas (se seguía el ejemplo del enclosure británico) y las Cédulas de 29-VI-1788 y 24-V-1793 para limitar los privilegios de la Mesta. Respecto a los contratos, los reglamentos de reducción de 17-IV-1801 y 17-I-1805 delimitaron con mayor precisión el concepto de propiedad privada y la Real Provisión de 26-V-1770 amplió la capacidad, tradicionalmente limitada, de los arrendadores para desahuciar a los tenentes. Sin embargo en 1785 y 1794 se confirmaron estas limitaciones frente a las pretensiones de los propietarios, como en 1763 se había hecho con los foros y en 1806 se hará con las rabassas. La política agrarista de la Ilustración española se concretó también en su lucha contra el arcaísmo técnico, realizada a través de la divulgación de tratados agronómicos europeos como el de Jethro Tull y los de Quesnay, Mirabeau, Mercier de la Riviére, el abate Rozier, Beguilletgaillet y Duhamel de Monceau. Pocos contemporáneos se percataron de que en las propuestas de unos y otros había contenidos elementos muy diferentes a largo plazo: los ingleses preconizaban un “sistema productivo nuevo” y los franceses sólo un “método nuevo”. Las Reales Sociedades de Amigos del País patrocinaban iniciativas para la mejoras agrícolas, muchas de las cuales se divulgaron desde publicaciones como el Semanario de Agricultura y Artes dirigido a los Párrocos (1797 y 1808). La Corona colaboró directamente con la “granja experimental” del Real Cortijo de Aranjuez y con las Nuevas Poblaciones colonizadoras de Sierra Morena dirigidas por Olavide. La tentativa más conocida la constituyó el Informe sobre la ley agraria (1795) de Jovellanos, elaborado sobre el Expediente General que se había realizado en 1784. El Informe resalta la importancia de los aspectos legales e institucionales en la situación del campo español y sobre todo la amortización de los patrimonios, que impedía la formación de un mercado libre de tierras. Para superar este problema se inició la desamortización de propiedades pertenecientes a manos muertas políticamente débiles (García Sanz), como los colegios mayores, hospicios, hospitales, casas de misericordia, reclusión y expósitos, cofradías, memorias, obras pías y patronatos de legos, o indefensas como la Compañía de Jesús tras su expulsión en 1767 (Decretos de 19-IX-1798). Pero el objetivo inmediato de las ventas era restablecer la confianza en las devaluadas emisiones de deuda oficial mediante la liquidación de préstamos, satisfacción de los intereses de los vales y reducción del número de éstos que estaban en circulación, labor encomendada a la Caja de Amortización fundada en febrero de 1798. A esta situación se había llegado tras la bancarrota de la Real Hacienda motivada por los gastos extraordinarios que supusieron el apoyo a los independentistas estadounidenses y las guerras contra la República francesa (marzo de 1793 a julio de 1795) e Inglaterra, en alianza con Francia (octubre de 1796 a marzo de 1802 y desde diciembre de 1804 a 1808). Muchos más problemas planteaba la privatización de las tierras pertenecientes a la poderosa jerarquía eclesiástica y los monasterios. La historiografía ha infravalorado la importancia cuantitativa y cualitativa de la obra realizada durante el s. XVIII sobre esta cuestión. Fontana y Nadal han recordado que en la denominada desamortización de Godoy (desarrollada entre 1798 y 1808) se vendieron bienes eclesiásticos por un valor de 1.653.400 reales, es decir, un 40% de lo obtenido posteriormente en la desamortización de Mendizábal, una cantidad considerable aunque se tenga en cuenta el alza del precio de la tierra.

La revolución burguesa

El ciclo revolucionario iniciado en 1808 y concluido en 1837 se basó en la radical modificación del marco legal agrario heredado del Antiguo Régimen y que se remontaba hasta la Edad Media en sus formulaciones más características. Cada vez es mayor el acuerdo entre los historiadores españoles en tomar esta afirmación como punto de partida de sus estudios sociales, políticos o agrarios, en lo cual se aproximan a sus colegas franceses o británicos. Las diferencias surgen cuando se trata de delimitar las posiciones desde las que se desarrollaron estos cambios, los agentes que los impulsaron y la transcendencia que pudieron tener en la transformación real, si ésta tuvo lugar, de la agricultura. Artola ha propuesto la idea de un proceso revolucionario burgués que se prolonga durante todo el siglo, hasta el asentamiento hegemónico definitivo de esta clase en 1874. Partidarios de la historia del conflicto han señalado la gran resistencia de la nobleza a las reformas burguesas, que se saldó, según palabras de Fontana, “mediante una alianza entre la burguesía liberal y la aristocracia latifundista, con la propia monarquía como árbitro, sin que hubiese un proceso paralelo de revolución campesina”. Según el mismo autor, “esto es la revolución francesa hecha al revés; aquí quienes han abolido el régimen señorial e implantado el capitalismo en el campo han sido los propios señores aunque, naturalmente, en su provecho”. Es decir, la llamada vía prusiana de transición del feudalismo al capitalismo dirigida “desde arriba”, en vez de la vía francesa, en la que los campesinos acceden al control efectivo de la tierra. Para Nadal, lo que pudo ser revolucionario en la Hacienda fue inmovilista en lo social y económico. Otros se han apoyado en este carácter transaccional del liberalismo para negar la existencia de una “revolución española” en el s. XIX. Con ello retoman la teoría del republicanismo y socialismo, según la cual la revolución burguesa estaba pendiente en España y ellos eran los encargados de realizarla en sus dos únicas oportunidades históricas del s. XX (1931 y 1975), interpretación más matizada en la historiografía marxista (Tuñón de Lara). Respecto a las transformaciones que afectaron a la actividad agrícola, la divergencia se centra en su carácter revolucionario o superficial. Para Nadal, cuya interpretación parte de aplicar en España el modelo de desarrollo británico, el aumento de la producción agraria constatable durante el s. XIX fue resultado de un cambio más cuantitativo que cualitativo. Es decir, no se mejoraron los métodos y la distribución, y el crecimiento fue de carácter extensivo, basado en la roturación de nuevas tierras y no en la explotación intensiva de los suelos cultivados. Esto muestra que los cambios legales no fueron acompañados de la transformación de la estructura y las relaciones de producción y, en suma, que la transición del modo de producción feudal al capitalista se produjo de forma incompleta. A partir de este hecho Sánchez Albornoz elaboró su hipótesis de la economía dual, según la cual una agricultura poco capitalizada convivía con una temprana pero pobre industrialización. Según Nadal, la incidencia de la reforma agrícola sobre el desarrollo económico general y particularmente industrial fue negativa en casi todos los puntos de contacto en que ésta tuvo lugar. Fracasó la oferta de alimentos y materias primas, la liberalización de capital de un sector a otro y la formación de un mercado para los productos manufacturados. La teoría del fracaso socio-económico de Nadal ha sido contestada por el Grupo de Estudios de Historia Rural (GEHR), el cual considera inaplicable el modelo británico de desarrollo al caso específico español. El primero considera que el crecimiento de la población es una “falsa pista”, pues tiene lugar dentro de los límites que le impone el régimen de economía “antigua” y se desacelerará cuando el ciclo de roturaciones entre, a partir de 1860, en una nueva coyuntura de rendimientos decrecientes. Además, la incapacidad del sector primario está atestiguada por las periódicas crisis de subsistencias, de tipología tradicional (desequilibrio hombres-recursos) en 1857, 1868, 1879, 1887 y 1898. Para el GEHR es precisamente la capacidad de la agricultura para mantener un crecimiento demográfico sostenido la mejor prueba de los cambios que se produjeron en este sector. Los 10.541.200 habitantes de 1797 pasaron a 18.608.100 en 1900, con medias intercensales de 0,63% para la primera mitad del siglo y de 0,45 para la segunda. Por tanto, el aumento fue menor que el de otros países europeos: de 1800 a 1910 la población francesa creció de 26.300.000 a 39.500.000 habitantes, la italiana de 19.000.000 a 37.000.000 y la de Inglaterra y Gales de 9.100.000 a 35.800.000. Nadal afirma que “la gran oferta de tierras en condiciones de pago muy ventajosas desvió hacia la propiedad unos recursos financieros que, de otro modo, hubieran podido dedicarse a la industria”. Aunque las desamortizaciones proporcionaron unos importantes ingresos a la Hacienda (casi 15.000 millones de reales), la mayor parte de los recursos financieros fueron absorbidos por la Deuda, además de que mucho de lo obtenido por el Estado fue reinvertido en apoyo de la industrialización (1.300 millones de los 5.000 procurados por la desamortización entre 1855 y 1867 fueron empleados en subvencionar la construcción del ferrocarril). Un hecho constatable es la ausencia de mercado para los productos de la industria nacional motivado por el bajo nivel en que se mantuvo la capacidad adquisitiva del campesinado. La gran cantidad de mano de obra liberada por las modificaciones jurídicas no fue causa suficiente para impulsar la industrialización. La abolición del régimen señorial dejó indefensos a miles de campesinos, antes protegidos por un sistema paternalista que limitaba la capacidad de desahucio, garantizaba la larga duración de los contratos e, incluso, sancionaba cierto condominio. Con la desamortización de comunales los pobres de villas y ciudades perdían la capacidad de autosubsistencia que les daba el recurso a rastrojos, pastizales y bosques. Ello ocurría precisamente en el momento en que desaparecían, despojados de sus patrimonios, los hospitales, hospicios y otras instituciones caritativas que, sin embargo, no eran substituidas en sus funciones por un servicio estatal. El impacto capitalista fue la causa profunda del inicio de un periodo de motines y rebelión armada en el campo español. En las áreas del N., donde estaba más asentado el señorío jurisdiccional y las prácticas forales de contrato (Bajo Aragón, Cataluña interior y País Vasco), los campesinos se sentían más seguros con el régimen feudal y, por ello, militaron abiertamente contra el liberalismo desde las filas del carlismo y la contrarrevolución. En el sur, donde el señorío territorial latifundista se había extendido notablemente desde el s. XVII, los campesinos engrosaron la masa de jornaleros disponibles en un proceso de difusión del trabajo asalariado temporero. En este caso los trabajadores se enfrentaron al régimen liberal desde las posiciones radicales y revolucionarias del anarquismo. Aunque la ideología anarquista tuvo, en el caso español, un carácter netamente urbano e industrial (Cataluña), a partir de 1880 adquirió una gran fuerza en el campo andaluz. Los historiadores británicos G. Brenan y E. J. Hobsbawm han relacionado este hecho con las luchas de tipo “primitivo” y espontáneo de los bandoleros románticos e, incluso, con un nuevo misticismo laico que substituía la ferviente religiosidad barroca tras la “urbanización” de la Iglesia Católica. Seguramente, la causa estuvo en la prepotencia e intransigencia del Estado, cuya solución a los problemas sociales solía ser la represión: en 1844 el segundo duque de Ahumada fundó la Guardia Civil, encargada de garantizar el orden oficial en todas las localidades de la nación. En las zonas donde el régimen señorial había intensificado su presión durante el s. XVIII, como el valle del Ebro y Valencia, los municipios incoaron demandas ante los tribunales para dirimir la conversión- de los señoríos jurisdiccionales en propiedad privada (v. abolición de los señoríos). Aunque las sentencias fueron falladas mayoritariamente contra los concejos locales, a lo largo del siglo se establecieron acuerdos entre éstos y los señores para la repartición de los patrimonios. Ello presupone la existencia de una presión “desde abajo”, documentada por la existencia de motines, que matiza la versión generalizadora de la hipótesis transaccional. En este sentido, García Sanz afirma que “los vecinos de los pueblos que ya eran propietarios o disfrutaban de arrendamientos acomodados pudieron comprar y de hecho lo hicieron en proporción considerable en aquellas zonas en que era numeroso este tipo de campesinado”. Los pueblos adquirieron en Valladolid el 56,4% de toda la superficie de fincas rústicas puestas a la venta en la desamortización de Mendizábal y en Segovia el 61,2% entre 1836 y 1903. La propiedad comunal se conservó en unas proporciones que la historiografía tiende a olvidar: en 1901 se mantenía la mitad de los diez millones de hectáreas de montes del Estado y municipales catalogadas en 1859. Las ventas beneficiaron indudablemente a las clases privilegiadas, pero también a otros grupos sociales que se pueden englobar dentro de la burguesía, una clase que “fue haciéndose a sí misma a medida que implantaba su propia revolución” (Tomás y Valiente). R. Herr ha señalado que la desamortización realizada en un país eminentemente agrario mediante subasta no cambia la estructura de la propiedad de la tierra anterior, sino que la refuerza: donde la propiedad estaba concentrada esta tendencia se acentuó (Sevilla) y donde había dispersión, ésta se incrementó con las nuevas tierras (Valladolid y Segovia). La revolución liberal prestó poca atención a los contratos agrícolas, seguramente a causa de su liberaliza-ción durante el s. XVIII, que los hacía fácilmente adaptables a la nueva situación (Artola). Por el decreto de 8-VI-1813, las Cortes de Cádiz declaraban la libertad de trabajadores, labradores y dueños de las tierras para ajustar sus contratos. Sin embargo se respetaron fórmulas de raigambre medieval, como la enfitéusis catalana o los foros y subforos de Galicia. Si en esta última región los efectos de esa pervivencia fueron negativos, en Cataluña el arrendamiento de los derechos señoriales permitió el trasvase de capital a otras actividades y la formación de una clase media acomodada interesada en aumentar los rendimientos de sus tierras. Las críticas del economista Flórez Estrada (partidario del reparto entre los labradores) al proceso privatizador pueden considerarse acertadas en su atención a la problemática social, pero estaban muy alejadas de la intención de los legisladores (consagrar el derecho a la propiedad privada característico del liberalismo dogmático) y del proceso de implantación del sistema capitalista en la España rural. Las medidas legislativas más importantes para la liquidación del Antiguo Régimen fueron las que se citan a continuación. Leyes para la desamortización civil y eclesiástica (v. Desamortización) de 17-VII-1812, 13-IX-1813, 5-VIII-1818, 22-VII-1819, 9-VIII-1820, 8-XI-1820, 29-VI-1822, 26-III-1834, 24-VIII-1834, 19-II-1836, 29-VII-1837 (v. Mendizábal), 2-IX-1841 (v. Espartero), 25-IX-1847, l-V-1855 (v. Madoz). Legislación para la abolición de los señoríos de 6-VIII-1811, 3-V-1823 y 26-VIII-1837. Desaparición de los mayorazgos prevista por la Constitución de Bayona de 1808 y las leyes de ll-X-1820, 30-VIII-1836 y 19-VIII-1841. Fin de los privilegios de la Mesta y otras servidumbres (como las de campos abiertos) por disposiciones de 8-VI-1813, 16-XI-1833, 26-111-1834, 12-IX-1834, 6-X-1834, 6-IX-1836, 17-V-1838, 25-XI-1847, 15-XI-1853 y las específicas para la vendimia de 29-IX-1831, 20-II-1834, 6-V-1842 y 4-VI-1847. El crédito en el medio rural también se adaptó a la nueva situación con la extensión de las obligaciones, más precisas y ágiles que los antiguos censos consignativos, la substitución de las instituciones crediticias eclesiásticas por particulares, la desaparición de los pósitos y, en suma, la movilización de capitales que permitían las medidas desvinculadoras. La reforma en la distribución de la renta y producción agraria se realizó a través de la liberalización del comercio interior, la supresión de las obligaciones que recogían el excedente (exacciones señoriales y diezmos, éstos en 1841) y la reforma del sistema fiscal heredado del Antiguo Régimen. Los intentos para llevarla a cabo resultaron fallidos en 1813, 1817, 1821, 1824 y entre 1830 y 1844, con el consiguiente descalabro para la Hacienda, que al no poder hacer frente a sus compromisos por la vía “normal” en un Estado moderno eligió la vía “revolucionaria” de las desamortizaciones (Nadal). En 1845, Mon y Santillán logró establecer una reforma tributaria que perduró durante más de un siglo y que a los cuarenta años de su implantación había triplicado los ingresos. Mantenía vigentes ciertos impuestos a los que añadía, entre otros, una “contribución de inmuebles, cultivo y ganadería” y un “impuesto sobre el consumo de especies determinadas” (vino, aceite de oliva, cerveza o sidra). La recaudación se realizaba por un sistema de declaración de las propiedades y de cartillas evaluatorias (amillaramientos) elaboradas, según un cupo, por los propios ayuntamientos controlados por los mayores propietarios locales, lo que favorecía un elevado nivel de ocultamiento.

Superada hacia 1830 la fase depresiva de la economía europea que se había iniciado tras las guerras napoleónicas (1815), la agricultura española entró en una coyuntura expansiva que se mantuvo, con altibajos, hasta 1880. Entre los factores que impulsaron este crecimiento los más destacados fueron el alza de la demanda motivada por el aumento demográfico, la especialización regional, la integración del mercado nacional y la inclusión de España en los circuitos comerciales europeos. Las mejoras en el transporte, primero en la navegación de cabotaje y posteriormente con la construcción del ferrocarril, articuló progresivamente el mercado interior, de tal forma que los precios de los productos agrícolas en las diferentes regiones se fueron aproximando. La pérdida de las colonias suramericanas obligó a replantear sobre bases muy diferentes las conexiones exteriores del sector agrario, que reforzó su dependencia respecto a los mercados europeos. La especialización regional que por aquellos años tenía lugar en el continente situó a España como proveedora de alimentos para las naciones industrializadas. Ante la competencia del cereal más barato procedente de Europa central y oriental, las exportaciones españolas se centraron en los característicos productos mediterráneos (aceite, vino, frutas y hortalizas), cuya demanda había crecido con el cambio de los hábitos alimenticios de los países del norte. La Península Ibérica quedó integrada en el área periférica de la economía de las dos grandes potencias continentales, Francia e Inglaterra, que absorbieron entre el 50 y el 70% de las exportaciones españolas. La importancia del sector primario en la balanza de pagos creció a un ritmo elevado y supuso entre el 50 y el 60% del total exportado hasta 1890, año en que confluyó la crisis agraria finisecular y el fortalecimiento de la venta de minerales en el exterior. La Península enviaba harinas al mercado reservado de Cuba, que proveía de productos tropicales y, sobre todo, azúcar de caña. Tras la independencia de esta colonia en 1898 los cultivos de remolacha azucarera fueron ampliados considerablemente para afrontar la creciente demanda interior y exterior. La expansión fue desigual regional, cronológica y sectorialmente, aunque en general fue superior en la periferia. Desde 1880 la crisis de sobreproducción internacional (v. crisis finisecular) afectó con intensidad a la agricultura española, especialmente en las producciones trigueras y aceiteras y, desde 1891, vitícolas. La recuperación se inició en la primera década del s. XX, fundamentada en las medidas proteccionistas contra la competencia exterior y la mejora de los rendimientos orientada hacia la calidad más que hacia la cantidad. El auge de los cultivos especializados que requerían una mayor inversión de capital y cuyos productos tenían una mejor aceptación en el extranjero, como ocurría con los frutales valencianos, tuvo lugar en la coyuntura favorable de la década de 1910. La crisis de los caldos se prolongó durante la década de 1920 a causa de los desproporcionados niveles que habían alcanzado en el último tercio del siglo anterior y la acción de la plaga filoxérica. El crecimiento, realizado sobre unas bases jurídicas y sociales desfasadas, provocó un aumento de las tensiones en el campo que eclosionaron con la Reforma Agraria de la II República, que retomaba la ideología agrarista finisecular de los regeneracionistas como J. Costa y que fracasó ante la resistencia de los grandes propietarios (v. agrarismo). E. Malefakis ha situado los orígenes de la Guerra Civil (1936–1939) en este fracaso, si así se puede denominar la interrupción por la fuerza de las armas de un proceso reformador legitimado democráticamente.

La capitalización del campo

La victoria del Ejército de Franco el 1-IV-1939 debía tener forzosamente una gran transcendencia en el ámbito rural si se tiene en cuenta la importancia del problema agrario durante la República y el incondicional apoyo de los grandes terratenientes a la causa nacionalista. En los 26 puntos de Falange Española el sector primario era el que más atención recibía, desde las posiciones ideológicas de un agrarismo militante y “revolucionarista”.

En el punto 17 se proclamaba: “Hay que elevar a todo trance el nivel de vida del campo, vivero permanente de España. Para ello adquirimos el compromiso de llevar a cabo sin contemplaciones la reforma económica y la reforma social de la agricultura”. El punto 18 continuaba: “Enriqueceremos la producción agrícola (reforma económica) por los medios siguientes: asegurando a todos los productores de la tierra un precio mínimo remunerador. Exigiendo que se devuelva al campo, para dotarlo suficientemente, gran parte de lo que absorbe la ciudad (…). Organizando un verdadero crédito agrícola nacional, que al prestar dinero al labrador a bajo interés (…) lo redima de la usura y del caciquismo. Difundiendo la enseñanza agrícola y pecuaria. Acelerando las obras hidráulicas. Ordenando la dedicación de las tierras (…). Orientando la política arancelaria en sentido protector de la agricultura y de la ganadería”. Los puntos 19, 20, 21 y 22 establecían los medios de la reforma social “distribuyendo de nuevo la tierra cultivable para instituir la propiedad familiar y estimular enérgicamente la sindicación de labradores. El Estado podrá expropiar sin indemnización las tierras, cuya propiedad haya sido adquirida o disfrutada ilegítimamente”. El Decreto Ley sobre Ordenación Triguera de 25-VIII-1937 creó el Servicio Nacional del Trigo (SNT), que “adquirirá todas las existencias de trigo producidas legalmente y declaradas como disponibles para la venta por sus tenedores, al precio oficial de la tasa y en la forma y condiciones que prevenga el Reglamento para la aplicación de este Decreto Ley”.

El punto 3 del art. V del Fuero del Trabajo afirmaba que “se disciplinarán y revalorizarán los precios de los principales productos, a fin de asegurar un beneficio mínimo en condiciones normales al empresario agrícola”. Sin embargo, esta política dirigista y “disciplinaria” reforzaba el apoyo a los grandes propietarios y con ella el Estado cumplía un papel desorientador y desajustador de la oferta (J. A. Biescas), lo que motivó la aparición de un amplio mercado negro. Bajo la excusa de liberar a los campesinos de la “revolución marxista” (La nueva España agraria, 1937) se emprendió desde el comienzo de la guerra, en la zona controlada por los sublevados una tarea de contrarrevolución agraria devolviendo las tierras que habían sido afectadas por la reforma republicana. La creación del Servicio Nacional de Reforma Social de la Tierra (SNRST) reforzó esta política, cuya consecuencia inmediata fue una fuerte disminución de los valores de la producción agrícola. Aunque tras la Guerra Civil aumentó el porcentaje de la población activa agraria del 45,5% del censo de 1930 al 50,5% de 1940, la producción descendió en el sector. Biescas ha estimado, utilizando una encuesta elaborada por el Consejo de Economía Nacional (CEN) que el índice 100 de 1935 había bajado al 77,5 en 1940 y que la recuperación de 1942 (91,7) se invirtió en los años siguientes hasta el mínimo de 1945 (65,1) motivado por las malas cosechas de cereales, lo que obligó a la masiva importación de grano argentino.

Los salarios se mantenían prácticamente estables mientras los precios subían con el consiguiente deterioro del nivel adquisitivo de los campesinos. Tuñón de Lara ha calculado que sobre la base 100 de 1936, el costo de la vida había ascendido en 1942 hasta 247 (superior al 300 en artículos de primera necesidad), mientras que en dicho año los salarios habían aumentado hasta un 150. El estudio que el propio Higinio París hizo en 1949 ponía de manifiesto que los salarios reales de 1948 eran entre un 20 y un 35% inferiores a los de 1936. La renta nacional, que era en 1935 de 197.392 millones de pta, no se recuperó hasta 1951, aunque la población aumentó desde los 24.466.037 h. de 1935 a los 30.049.190 h. de 1959. La propaganda oficial atribuyó esta situación a los gravísimos destrozos causados por la contienda, que no eran tales según las investigaciones recientes y los datos del propio Servicio de Recuperación Agrícola. Según la Memoria sobre su labor, realizada entre mayo de 1938 y diciembre de 1940, la reducción fue del 8,3% en viñedo, 5,3% en olivar, 6,3% en frutales y 21,5% en los cultivos herbáceos, éstos fácilmente recuperables. Los daños en la ganadería fueron mayores, con un 26,6% en el de labor y un 19,3% en el de renta. El mismo documento afirma que las pérdidas causadas por la destrucción de maquinaria y material agrícola no superaron los 60 millones de pta, mientras que la pérdida total se podía estimar en unos 1.350 millones de pta.

El abastecimiento de los cada vez mayores contingentes demográficos se convirtió, por tanto, en un problema acuciante. Para fomentar la producción se iniciaron una serie de reformas técnicas, entre las que destacaron las leyes de colonización: Ley de Bases de diciembre de 1939, de colonizaciones de interés local en abril de 1946 y de “colonización y distribución de la propiedad de las tierras regables” en abril de 1949. El objetivo de esta última era poner en regadío, mediante la iniciativa estatal, una extensa superficie de tierra, que posteriormente sería distribuida entre colonos para su explotación. Sin embargo, el elevado ritmo de construcción de embalses durante la República a través del Plan Nacional de Obras Hidráulicas se ralentizó notablemente durante las dos primeras décadas de la postguerra, hasta que el colapso del suministro eléctrico hizo insostenible la situación.

Fontana ha calculado la tasa de crecimiento anual de la capacidad total embalsada en un 6,1% para 1930, un 23,8% para 1935 y un 3,7% para 1952. El Instituto Nacional de Colonización (INC) adquirió hasta el 1-1-1951 un total de 162.621 ha, de las cuales 16.580 eran de regadío, y asentó a 1.759 colonos según cálculos de García Sanz y 25.212 según la propaganda oficial. El fracaso de la política autárquica obligó a un replanteamiento de las bases sobre las que ésta se había asentado. El 18-VII-1951 se hizo cargo del Ministerio de Agricultura el tecnócrata Rafael Cavestany, cuyas medidas liberalizadoras fueron de importancia decisiva en la transformación del sector primario. Entre sus actuaciones destacó la fundación de la Red Nacional de Silos y Graneros, el Plan de Intensificación, el apoyo financiero al sector y el fortalecimiento de la colonización y concentración parcelaria. El 3-XII-1953 se promulgó la Ley de Fincas Manifiestamente Mejorables, cuya finalidad no era modificar la estructura de la propiedad territorial pero que tuvo efectos positivos en la racionalización de las explotaciones. Se intensificó la labor del INC y la Dirección General de Obras Hidráulicas, que pusieron en regadío más de 200.000 ha entre 1951 y 1960. Desde mediados de esta década los flujos migratorios trasvasaron una gran cantidad de población de los núcleos rurales a las ciudades, que iniciaron un crecimiento incontrolado.

La población activa agraria pasó del 43% en 1960 al 29% en 1970. Paralelamente la emigración comenzó a dirigirse hacia los países industrializados de Europa y a reportar capitales fundamentales para sostener el crecimiento económico nacional. La rentabilidad que aseguraban los altos precios, en una coyuntura inflacionista, estimuló la producción en las grandes y medias propiedades. Los salarios aumentaron en un 269% durante entre 1957 y 1967 a causa de la escasez de mano de obra. Sin embargo, las percepciones de los pequeños labradores escasamente subieron, lo que unido a la competencia de las grandes explotaciones mecanizadas agravó su situación, que se intentó proteger mediante precios de intervención que introducían factores de desestabilización en el proceso de modernización. La falta de mano de obra y alza de los salarios impulsó la mecanización y tecnificación de la empresa agraria para mejorar sus niveles de rendimiento, aunque la dispersión y reducido tamaño de las explotaciones constituían un impedimento que trató de solventar el Servicio Nacional de Concentración Parcelaria. En la segunda mitad de la década de 1950 la recuperación de los niveles de producción y consumo era importante aunque en algunos cultivos básicos no se había alcanzado el nivel del periodo 1931–1935. El sector agrario aportó excedentes demográficos y capital acumulado al proceso de industrialización iniciado con el Plan de Estabilización de 1959.

El ingreso de España en los organismos internacionales y los acuerdos con EE.UU. (sin cuyos créditos no hubiera sido posible llevar a cabo las transformaciones necesarias y mantener el ritmo de crecimiento) tuvieron como resultado el regreso de España al circuito de intercambios internacionales. En la década de 1960 se realizó la transición de una agricultura tradicional a una economía industrializada moderna, en la que el sector primario ocupa un lugar subordinado. La escasa planificación, el papel marginal del Estado en el ámbito estrictamente económico (aunque garantizaba el orden social) y algunas medidas incoherentes en la política agraria y crediticia fueron la causa de la aparición de desajustes en este proceso. Durante los ss. XIX y XX la balanza comercial agraria había supuesto el grueso de las exportaciones españolas y sus saldos positivos contribuyeron a financiar la importación de bienes necesarios para el equipamiento industrial. Sin embargo en 1962 y, crónicamente, desde 1965 entró en una fase negativa que culminó en 1969 con un déficit de 20.227 millones de pta. El carácter incompleto y desigual de la modernización agrícola española acentuó los efectos de la crisis económica internacional desde 1973 y en él hay que buscar la causa de la conflictividad en el campo durante la década de 1970.

Fuente: [J.M.S.]


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